Me gusta el escudo nacional… Es el poderosísimo ícono que ha acompañado la azarosa, turbulenta, violenta, tranquila vida de los mexicanos casi desde que el país surgió como nación independiente, y hasta la fecha. Ante él se cuadran los niños y los soldados, en tanto los indiferentes optan por un respetuoso silencio, y de seguro quienes circulan por la Plaza de la Patria invariablemente le echan un ojito al águila que hace equilibrios forcejeando con la serpiente, en el remate la columna de la exedra.
Pocas imágenes existen que tengan una carga histórica y simbólica tan profunda y poderosa; tan abundante como esta del águila devorando a una serpiente. Pero, ¿se la está comiendo?
Eso es lo que nos han dicho toda la vida, aunque en realidad no es así; fíjese bien. El águila no engulle a la serpiente, porque no ha logrado dominarla. En realidad ambos animales están enzarzados en una lucha a muerte y mantienen un equilibrio que no parece próximo a romperse, y aunque existe una gran diferencia entre ambos, tienen en común su letalidad. Es cierto, el ave tiene sujeto al reptil, pero este dista mucho de estar sometido. Por el contrario, busca con denuedo la manera de clavarle sus colmillos en el cuello, en tanto aquella parece pronta a asestar el picotazo mortal.
Los aguafiestas de la historia dicen que no es cierto que se trate de un mito prehispánico; fundacional, y que su creación es virreinal, o que procede de la Europa mediterránea, o que se trata de un símbolo excesivamente violento; brutal y que por ello debería desecharse.
Haya sido como haya sido, estas y otras explicaciones que impugnan nuestro escudo nacional me tienen sin cuidado. Por el contrario, veo en estos animales que luchan por siempre en el color blanco de nuestra bandera; en el dinero, en los documentos oficiales; digo que veo un símbolo maravilloso; una metáfora que expresa de manera muy nítida la condición humana; lo que nos caracteriza a cada uno de nosotros, en todas las épocas, en todas las latitudes, o ¿acaso no somos una mezcla del bien y el mal; del vuelo del espíritu y de su otra cara, la dimensión oscura, rastrera, que también habita en nosotros?
Nosotros, los humanos, somos capaces de las cosas más maravillosas: cantarle a un niño de meses y observar cómo sus ojos se iluminan y sus brazos y piernas se agitan de emoción ante la voz del padre que canta, componer una sinfonía, construir un edificio admirable, idear artilugios que se mueven por el aire a grandes velocidades, tender la mano al próximo, etc., pero también de las más terribles y abominables, como tomar la vida de otros y destruirla, despojar al próximo de su dignidad; mantenerlo sometido con las armas letales de la ignorancia y la pobreza, etc. Somos capaces de los actos más sublimes y de las más lamentables vulgaridades, y en todo momento somos los mismos, los humanos.
Este combate que sostienen el águila y la serpiente no se ha resuelto de manera definitiva. Ambos animales parecen tener posibilidades y viven en un equilibrio precario que no se rompe en favor de uno de ellos. Justamente eso es lo que nos ocurre: no nos decantamos hacia uno u otro lado de manera definitiva. Por el contrario, nuestra vida transcurre en un permanente estado de tensión, como obliga a todo buen instrumento de cuerda; siempre en una lucha para hacer prevalecer uno de estos extremos, y siempre teniendo victorias y derrotas parciales. No somos ni buenos ni malos; sino más que eso, una mezcla de ambas dimensiones, como en una moneda, con una cara luminosa y la otra oscura. ¿No cree?
La fotografía muestra el escudo nacional plasmado en el jarrón que da la bienvenida a los visitantes del Jardín de la Estación del Ferrocarril. ¡Mire nada más cuánta gracia hay en la imagen! Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].