20 años del 11-S: El atentado que cambió para siempre un país - LJA Aguascalientes
22/11/2024

APRO/J. Jesús Esquivel

 

Los 20 años transcurridos desde los ataques terroristas del martes 11 de septiembre de 2001 cambiaron el comportamiento del mundo, a tal grado que gobierno y sociedad estadounidenses sospechan de todo extranjero y de sus compatriotas cuya piel no sea blanca.

Además de ajustes tan simples que ya son parte de la cotidianidad global -como quitarse zapatos y cinturón en los aeropuertos-, en Estados Unidos el racismo y los ataques de odio se enquistaron tanto, que sus propias autoridades hoy los clasifican como terrorismo doméstico.

Ironía política y de la vida es que, a días de cumplirse el vigésimo aniversario de los siniestros en Nueva York, Washington y Pensilvania, un presidente demócrata, Joe Biden, puso fin al último rescoldo de la guerra de la venganza, dando por terminada la ocupación militar en Afganistán.

El 18 de septiembre de 2001 el entonces presidente estadounidense, el republicano George W. Bush, firmó la resolución conjunta aprobada por el Congreso federal de su país que autoriza la represión contra los responsables de los ataques terroristas, escondidos en Afganistán.

El 7 de octubre de ese mismo año el Pentágono inicia la guerra e invasión en Afganistán para encontrar y eliminar a los responsables de los ataques terroristas: la agrupación extremista islámica Al Qaeda y su fundador y líder, el saudita Osama Bin Laden.

Un mes después de la invasión, los talibanes -que gobernaban Afganistán y que ahora con la decisión de Biden regresaron al poder- dejan Kabul, se esconden en las montañas de Tora Bora y refugian con ellos a Bin Laden, que escapa ileso de los ataques del Pentágono.

La guerra e invasión de la venganza de Bush imprime su primera imposición imperialista cuando en diciembre de 2001 Hamid Karzai es declarado presidente afgano y líder de un gobierno interino supervisado y manipulado por y desde Washington.


Ante el fracaso de eliminar a Bin Laden, pese a diezmar a Al Qaeda, el 17 de abril de 2002 Bush anuncia el Plan de Reconstrucción de Afganistán y promete sacar lo antes posible a las tropas estadounidenses de ese país, algo que no se hizo hasta el pasado 31 de agosto por decisión de Biden.

La otra guerra de la venganza, fincada en mentiras y suposiciones de Bush y su vicepresidente, Dick Cheney, de que Saddam Hussein, expresidente de Irak, estaba ligado con Al Qaeda, es un capítulo aparte pero queda dentro del anecdotario de las dos décadas desde el 9/11.

Afganistán y la guerra de la venganza por los atentados de septiembre de 2001 dejan un saldo indeleble en Afganistán para Estados Unidos: 2 mil 461 de sus soldados muertos, más de 20 mil heridos y un desperdicio de 300 millones diarios gastados durante dos décadas, parte en el equipo militar del que se adueñaron los talibanes.

No fue en Afganistán sino en Pakistán donde el 2 de mayo de 2011, y bajo las órdenes del presidente demócrata Barack Obama, que Bin Laden es eliminado por un comando especial de los equipos de tierra, mar y aire de la Marina (los Navy Seals).

 

Estado de pánico

Nada de lo ocurrido en Afganistán ahora, ni la muerte de Bin Laden, cambiaron tanto la vida diaria en Estados Unidos tras los ataques terroristas como las acciones tomadas por su gobierno a nivel nacional.

El miedo a otros atentados como los padecidos en las Torres Gemelas de Nueva York, el del Pentágono en Washington o el derribo del avión en Shanksville, Pensilvania, se palpó durante varios años en todo el país con los sistemas de alerta diseñados con los colores de un semáforo: rojo, amarillo y verde, para definir el nivel de riesgo.

Todo era sospechoso de ser un potencial artificio de terroristas; una simple bolsa de papel tirada a media calle o dejada en un bote de basura cerca de un edificio federal o de la Casa Blanca, paralizaba durante horas y horas cualquier ciudad y sobre todo a la capital estadounidense.

Cercar con vallas de acero o de cemento los edificios federales, estatales y de los gobiernos locales, pero sobre todo la Casa Blanca, el Capitolio, el Pentágono y el Departamento de Estado, fueron la expresión de que los estadunidenses vivían en estado de pánico y que hoy es la norma.

Como en México, donde nos hemos acostumbrado a los muertos por el crimen organizado, los estadounidenses se amoldaron a vivir con miedo al terrorismo, aunque ahora con una variante: el doméstico, encumbrado por el asalto al Capitolio en ese acto de sedición del 6 de enero pasado, alentado por el expresidente Donald Trump.

Los ataques terroristas propiciaron la creación del Departamento de Seguridad Interior (DHS), el órgano gubernamental y burócrata encargado, junto con las agencias de inteligencia, de prevenir otro siniestro dentro del país.

El DHS nació con sus ramificaciones nacionalistas: el Buró de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP), el Buró de Inmigración y Aduanas (ICE) y el Buró de Valoración de Amenazas Terroristas (HTA), entre otras, dedicadas a prevenir que por sus fronteras entren enemigos.

Fueron notorios los cambios en los comportamientos de la sociedad y gobierno. Los perfiles étnicos y raciales distintos a los anglosajones son, desde 2002, bandera de color en amarillo, de sospecha.

El sistema de transporte aéreo, luego de que los terroristas de Al Qaeda usaran aviones comerciales como armas para atacar Nueva York, Washington y Pensilvania, se transformó en un dolor de cabeza para cualquier turista o extranjero que visite o salga de Estados Unidos.

Además de tener que pasar descalzos, sin cinturón, sin suéter, chamarra ni gorros bajo los aparatos detectores de metales instalados en los aeropuertos, una botella de agua es un líquido de riesgo, está prohibido.

Es innombrable la palabra bomba dentro de un avión o en la sala de cualquier aeropuerto; quienes se atrevieron a pronunciarla fueron sometidos a rigurosos escrutinios, interrogatorios y hasta encerrados en prisión.

La puerta de la cabina de pilotos es impenetrable para las balas. Los pasajeros ya lo olvidaron, por la costumbre, pero en todo avión de aerolíneas comerciales estadounidenses, en traslado nacional o internacional, viaja un alguacil disfrazado de civil que va armado.

Las fronteras de Estados Unidos con Canadá y México se complicaron con el uso de aparatos sofisticados de supervisión tecnológica porque es prerrogativa de los agentes de ICE, CBP o HTA, someter a rigurosos escrutinios a los extranjeros que encajen étnicamente en la sospecha.

Ya sea que viajen por aire, mar o tierra, a los extranjeros y hasta ciudadanos estadounidenses por nacimiento o naturalización pero que no son de etnia o raza blanca y que por eso son separados por los agentes del DHS, se les revisa todo tipo de característica personal… hasta el iris.

Desde septiembre de 2001 hasta 2006 por lo menos, miles de indios, pakistaníes y ciudadanos de otros países, residentes legales o ilegales en Estados Unidos, fueron víctimas de ataques de odio y raciales por usar turbante; los tildaron de terroristas y de talibanes.

Durante por lo menos 15 años los agentes de la DEA se quejaron ante el Capitolio de que, por la guerra contra el terrorismo en venganza por el 9/11, les quitaron recursos y por ello la frontera con México fue un éxito para trasegar drogas ilegales.

 

De Obama a Trump

En noviembre de 2008 la historia dio otro giro radical en Estados Unidos. Barack Obama, un afroamericano, senador federal del Partido Demócrata y representante del estado de Illinois, fue electo presidente de la nación, sacudiendo a conservadores y a grupos supremacistas blancos.

La élite política, conservadora y tradicional del Partido Republicano quedó en estado de shock; minorías étnicas sí, como representantes o senadores federales y hasta gobernadores de algún estado… pero un hombre de raza negra en la Casa Blanca, no, inconcebible.

A lo largo de los dos periodos de cuatro años de su Presidencia -se reeligió en noviembre de 2012- las tensiones raciales y los crímenes de odio se incrementaron, especialmente en los estados del sur.

De acuerdo con las estadísticas oficiales del FBI, durante la presidencia de Obama hubo un aumento del 21 por ciento en los crímenes de odio, respecto a los ocho años de los dos mandatos presidenciales de Bush.

Entre 2008 y 2016 en Estados Unidos se cometieron nueve mil 160 crímenes de odio reportados ante el FBI, entre los cuales cuatro mil 704 -o 72.6 por ciento- fueron motivados por discriminación racial.

La escisión racial que generaron los ataques del 9/11 en Estados Unidos se agudizó todavía más que en la Presidencia de Obama, debido a la contienda presidencial de 2016, por la participación de Trump como aspirante del Partido Republicano.

Trump enarboló la bandera antimigratoria como lema de campaña, enfocada en principio contra los mexicanos, a quienes tildó de delincuentes, violadores, narcotraficantes y causantes de todos los males en Estados Unidos.

Anglosajones y supremacistas blancos de áreas rurales remotas en los estados sureños, despertaron del letargo político y salieron a las calles para apoyar a Trump y acudieron a las urnas para evitar que una mujer demócrata, Hillary Clinton, fuera presidenta.

Trump ganó la Presidencia en noviembre de 2016 y con ello, según las estadísticas del FBI, en su primer año como presidente los crímenes de odio y discriminación racial se incrementaron 4.6 por ciento.

El primer incidente de discriminación racial -catalogado después por las autoridades como terrorismo doméstico en la era Trump- ocurrió el 12 de agosto de 2017 en Charlottesville, Virginia, cuando James Alex Fields Jr., anglosajón, arrolló intencionalmente con su automóvil a 36 personas, matando a una y dejando heridas al resto.

La persona asesinada y las otras heridas participaban en una protesta para denunciar el exceso de fuerza y brutalidad policiaca contra las minorías étnicas; los grupos supremacistas a los que pertenecía Fields no fueron defendidos, pero sí justificados por Trump.

El otro incidente racial con más significación y promoción mundial en la era Trump fue el asesinato por asfixia a manos de un policía blanco del afroamericano George Floyd, el 25 de mayo de 2020 en Mineápolis, Minnesota, que dividió más al país y generó el nacimiento del movimiento activista liberal Black Lives Matter.

En los cuatro años de la presidencia de Trump “se registraron siete mil 321 crímenes de odio, 4 mil 229 de éstos, motivados por discriminación racial y de los que 50.2 por ciento fueron llevados a cabo por personas anglosajonas (blancos)”, reporta el FBI.

Y por encima de todo esto, 14 días antes de su salida de la Presidencia y aferrado a no reconocer su derrota ante Biden, el 6 de enero de 2020 una turba de seguidores de Trump (en más de 95 por ciento blancos, de acuerdo con la policía del Distrito de Columbia) atacó el Congreso federal.

El Estado Islámico (EI) y su fracción K, surgida en Afganistán, es en la actualidad el reto del terrorismo mundial con mayor peligro para Estados Unidos.

Son dos décadas las transcurridas desde ese fatídico martes 11 de septiembre, cuando el terrorismo acabó con el mito de la invulnerabilidad del poderío militar y de la capital estadunidense; ya no existe Al Qaeda y EI-K es una amenaza de incertidumbre.

Cambió la vida en Estados Unidos y ahora es un país bajo amenaza de sus propios ciudadanos etiquetados como terroristas domésticos, y por algo más, una fuerza sigilosa y altamente más dañina: el terrorismo cibernético que desde cualquier punto del planeta puede llevar a cabo hasta un niño con la sabiduría y destreza para infiltrar y manipular los sistemas computarizados de la Casa Blanca, del Pentágono y de la CIA.


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