Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
Silvina Ocampo
Si hablo tanto de mi cuerpo y si tanto medito en él es porque no hay nada más.
Alejandra Pizarnik
Después del enclaustramiento en el inicio de la pandemia, me aventuré a la calle para escuchar de boca de propios y extraños referirse a mí como “señora”. Señora Tania, me dijo una chamaca de 20 años, y yo sentí cómo mi boca esbozó una sonrisa de extrañeza muy similar a la de la Mona Lisa.
Es verdad que llevo tiempo sintiéndome una señora, viene desde antes del encierro forzado, una especie de tranquilidad en mi cuerpo y mente dejó de lado, sin agobios, las ganas de salir de fiesta cada fin de semana, el bullicio de los bares, las conquistas furtivas o incluso la ropa incómoda, pero sexi, para pasar a los zapatos bajos, la ropa deliciosamente afelpada, al Netflix, al bordado y a ver crecer plantas.
Y lo supe bien y sin resistencia, achaqué esa placidez en mi espíritu a mi señoritud, esa condición asignada por la desinencia -tud que otorga la cualidad a la que se refiere: negritud, juventud, longitud, gratitud, plenitud, señoritud, senectud.
Pero qué hay más allá de esta experimentación individual, corporal y morfológica que me acerque al mundo de las señoras. Este año, 2021, a escasos días de cumplir 40, he de decir que no me molesta en absoluto la transubstanciación por la que me reconfiguro. Si el vino mejora con los años, ya me imagino mi sangre. Por supuesto que he comenzado a pensar en cremas para las arrugas, me decoloré el cabello según yo para dejar crecer mis canas, que ya son muchas, y al mismo tiempo compré un vestido sumamente juvenil porque algo todavía no checa en mi nueva condición, como que prefiera escuchar a Dua Lipa antes que a Amanda Miguel. Será cuestión de gustos, pero la señoritud se siente en cuerpo y alma.
Resulta que las señoras padecemos el envejecimiento como un tabú. No se dice nuestra edad. Se compra con sigilo el tinte para cubrir las canas y la crema contra las arrugas. Si no se habla en público de la menstruación, mucho menos de la menopausia ni de los nuevos cambios hormonales. Incluso parece que hay una condición de discapacidad en la señoritud y la vejez, una especie de capacitismo en donde se discrimina a las personas mayores por el hecho de serlo, como cuando no contratan a quien tenga más de 30 para laborar. Una discriminación en la señoritud que limita sobre todo a las mujeres, y las relega de la sexualidad o el deseo. Una enfermedad, tal vez, que desvaloriza a las personas entre más lejos estén de la norma, es decir, de la juventud. Una higienización por el cuerpo viejo que apesta, que no sirve, que no es dinámico como a los 20. Ya siento que exagero, pero así como llegaron rápido mis 40, si sobrevivo al covid, a la militarización y sus daños colaterales, y a las llantas de un urbano, en un abrir y cerrar de ojos cumpliré 50.
Decía entonces que la señoritud es más observada en las mujeres que en los hombres, ellos se vuelven “interesantes”, siguen siendo atractivos con sus canas, se ven más viriles algunos, deseables con sus arrugas, dan la impresión de que gozan de toda la experiencia sexual pues ni la disfunción eréctil les impedirá coger con su píldora azul a la mano. Pero con nosotras no es así. Más que físico, la señoritud en nuestro cuerpo aterriza en la mente. Si bien ser señora ofrece la bondad del respeto e incluso algunas licencias de autoridad, ser señora viene en nuestro contexto de un contrato matrimonial, te volvías la señora de alguien, de un hombre, a diferencia de ser señorita, pues sin importar la edad eras la perpetua virgen al no casarte. Cuántas veces vi la sorna en esa palabra, señorita, al referirse a la vida sexual de una mujer. Pero ya no lo concebimos igual.
Por ahí escuché alguna vez que a los 40 una puede ser una mujer libre, rabiosa, experimentada y deseosa de alcanzar su placer, una sugar mommy, una femme fatale que se enreda en el cuerpo de veinteañeros para robarles la fuente de energía vital -quién va a negar que suena tentador eso de un poco de energía extra-, este ideal suena más a una percepción masculina que femenina, esa idea de la fiesta, el trago y el sexo desenfrenado corresponde en general más a las aspiraciones de los hombres que de las mujeres, por mucho que ahora en este siglo veamos a mujeres siendo sumamente juveniles y empoderadas en el cuarto o quinto piso de su vida.
Al menos en mí existe una urgente necesidad que grita de mi cuerpo de señora: tranquilidad y ternura. Mi cuerpo, uno femenino más allá de la genitalia, va adquiriendo nuevas manifestaciones del deseo en la dulzura y el silencio.
Ahí está el caso de Madonna y el énfasis a su edad y a los 26 años de su novio. Si Madonna, la reina del pop, no se libra de las críticas a lo que llaman “su decadencia”, cómo no esperar que a mi me digan señora en todos lados, y peor aún, que yo atienda el llamado sin chistar. Porque mientras Madonna usa la misma ropa que Dua Lipa, Carolina Herrera da lecciones de señoritud: cortarse el pelo y no usar minifaldas ni pantalones de mezclilla ajustados cuando rebasas los 40, que es prácticamente lo mismo que piensa mi madre cuando me dice que ya soy una señora y que para qué quiero otro tatuaje. “Cuando llegas a cierta edad, debes tener cuidado con lo que te queda bien”, dijo la diseñadora, mientras pienso que mi vestido juvenil combina perfecto con mis tenis, según yo.
Y aquí estoy, emocionada porque me quedó delicioso el arroz con leche, cuando la norma me empuja a la calle a buscar veinteañeros con ganas de aprender a coger. Aquí estoy, buscando tranquilidad y serenidad, como señora, retomando el bordado que me dio inmensas horas de placer en plena pandemia, horas de placidez en el cuerpo envuelto en una bata, persiguiendo dialécticamente el lenguaje del cuerpo y el cuerpo del lenguaje. Aquí estoy, siendo una señora que aprendió a gozar viendo crecer las plantas, a desear la felpa de la ropa en mi cuerpo desnudo. Porque una vez que llega la señoritud, ya no hay marcha atrás.
@negramagallanes