Nada abona al lector la difusión de rumores, chismes y grabaciones editadas para “generar” noticias, insisto, eso no es periodismo, ganar la primicia de una nota falsa no le otorga legitimidad a la paparrucha, puede generar un ruido momentáneo, ese río revuelto en que les fascina enfangarse a los partidarios de la realpolitik antes que de la política, y que funciona para amarrar acuerdos en lo oscurito o hacerse pasar por un gran analista.
Insisto en el tema porque nos estamos acostumbrando a la respuesta facilona de “así son las cosas”, que se nos acuse de ingenuos porque “todos lo hacen” o se desestima la ética profesional porque la politiquería hace que el mundo gire de una forma distinta a la del mundo que merecemos.
Mientras la mayoría de la clase política siga cooptando a los reporteros para que a través de las redes sociales difundan sus paparruchas, difícilmente se podrá profesionalizar al periodismo y contar con los medios de comunicación que requerimos. Afortunadamente, creo que este fenómeno puede llegar a su fin gracias a los avances tecnológicos que facilitaron la generación de la infodemia.
La crisis por la digitalización de los medios de comunicación consiguió que las empresas intentaran incrementar su audiencia a través de la multiplicación de los contenidos, y en una primera etapa se hizo a un lado a los profesionales para cambiarlos por redactores a los que se les exigía cantidad antes que calidad. Las redacciones se redujeron y se apostó por unidades compactas en las que unos cuantos navegaran por la red para generar historias. Muchos no sobrevivieron.
Si bien se corre el riesgo de que los algoritmos condicionen el gusto y las necesidades del público, el amplificador que son las redes sociales y la creciente desconfianza de la audiencia hacia los medios está modificando las exigencias del público, cada vez es mayor el interés en las personas, en los contadores de historias, la explosión de los podcast, de los newsletter, de los reportajes a los que sustenta una persona o un colectivo comprometido.
Decía Tomás Eloy Martínez que el patrimonio fundamental del periodista es su nombre, el interés del público por las historias firmadas, las que comprometen su nombre con el contenido, confirma esa tendencia del público por atender las historias de quienes no venden su dignidad por darle gusto a cualquier politiquillo difundiendo material para la guerra sucia.
Sí, en las redes sociales es fácil la difusión de las paparruchas, pero una vez comprobada la mentira, una vez que se descubre que se está sirviendo a un interés distinto al de informar, las audiencias cobran esa cuenta, por el momento hay una batalla entre el infoentretenimiento y la información dura, la que nos sirve, aún seguimos acudiendo a internet en primera instancia para saciar el ocio, eventos como la pandemia de covid-19 está modificando ese uso. La tarea recae tanto en el público como en los informadores. Los que buscan ya distinguen y siguen a quienes les proporcionan un servicio, los informadores, para sobrevivir y destacarse entre el mar de generadores de contenido, tienen la tarea de comprometer su nombre con lo que cuentan. Ahí estamos.
Coda. Un hombre vale su nombre, eso escribió Arthur Miller en The Crucible (Las Brujas de Salem), cuando John Proctor se niega a firmar la confesión con que hundiría a sus amigos, cuando grita desde el fondo de su alma que no lo hará “¡Porque es mi nombre! ¡Porque no puedo tener otro en mi vida! ¡Porque miento y firmo mentiras con mi nombre! ¡Porque no valgo la tierra en los pies de quienes cuelgan ahorcados! ¿Cómo puedo vivir sin mi nombre? ¡Os he dado mi alma; dejadme mi nombre!”; sí, un periodista vale su nombre, es su patrimonio, eso es todo lo que tiene y lo que puede ofrecer a quienes lo escuchan.
@aldan