El posicionamiento de los enfoques de promoción y defensa de los derechos humanos y de justicia transicional desde mediados del siglo XX propició el desarrollo de herramientas que implican el uso y resignificación de espacios públicos como mecanismos para avanzar en la reparación de las víctimas de situaciones violentas y buscan impulsar el diálogo social como base para la generación de garantías de no repetición de este tipo de hechos.
Entre los dispositivos adoptados para dar visibilidad a las víctimas se encuentran el emplazamiento de memoriales, museos, monumentos, entre otros instrumentos para la construcción de la memoria, entendiendo esta última un proceso colectivo y permanente de atribución de sentido frente a procesos vividos y las huellas que estos han dejado a nivel individual y comunitario, en el que intervienen múltiples voces que en su encuentro producen interpretaciones que hilan el pasado, el presente y el futuro.
Como lo señala Aleksiévich (2015) recordar es un acto creativo que está mediado por la experiencia de vida de quien narra (el cual está recreando y redactando su vida, agregando líneas, como texto vivo), por la manera cómo se establece la relación con el relato por parte de quien lo recupera y por cómo lo transmite a otros. Así, la memoria es un proceso selectivo y dinámico en el que los testimonios juegan un papel central como portadores de representaciones de lugares en la construcción de nuevos sentidos y espacialidades.
Los lugares no son solo los escenarios o puntos donde ocurrieron los acontecimientos a ser recordados, también refieren a las experiencias, la identidad, las formas de habitar un espacio y al sentido de pertenencia a una comunidad, factores influenciados por aspectos como la edad, el género, las condiciones socioeconómicas y el contexto social y político. Por ello, cuando se ponen en marcha experiencias orientadas a comprender lo sucedido con el fin de asumir el presente y construir nuevas apuestas para el futuro es importante considerar estos elementos, que condicionan las discusiones sobre qué debe mostrarse en los espacios públicos y cómo puede y debe ser expuesto garantizando la pluralidad de visiones y la dignidad de las víctimas, cerrándole el paso a nuevas heridas, rencores y tensiones.
En la gestión de estos retos se han asumido diversas alternativas que presentan formas de construcción de la ciudad. Algunas apuestan a la instalación de objetos (esculturas, e infraestructuras) que pretenden representar la situación desde la postura institucional, siendo los funcionarios públicos quienes definen la forma de los monumentos, apelando a la legitimidad derivada de su “racionalidad técnica”, lo cual propicia “no lugares” al obviar las perspectivas de los diferentes actores que les confieren sentido.
Otras iniciativas impulsadas desde lo público asumen el rol de facilitador de procesos participativos en los que el alcance de las intervenciones, el diseño de los mecanismos de representación y su materialización es definida por las víctimas de las situaciones que se pretenden denunciar, lo cual aporta en su sostenibilidad.
En otro espectro se encuentran las iniciativas ciudadanas, promovidas por las propias víctimas y colectivos sociales que, a través de la autogestión y del apoyo de otras organizaciones u organismos de cooperación, deciden realizar ejercicios propios de memoria que implican la apropiación y resignificación de espacios públicos de las ciudades. A través de expresiones como el grafiti y el arte urbano se dispone de intervenciones en fachadas, aceras, puentes, entre otras infraestructuras en varias ciudades latinoamericanas, que en algunos casos han contado con el reconocimiento social y detonado la apropiación y reconfiguración de espacios a nivel barrial o local.
Ejemplos de lo anterior se encuentran en el contexto colombiano, en particular en las ciudades de Bogotá, Calí y Medellín, donde existen experiencias de apropiación de espacios públicos “grises” convertidos en memoriales durante la última década. Estos fueron intervenidos para expresar el descontento social ante la violencia derivada del conflicto armado y abusos policiales y para reivindicar derechos de grupos sociales vulnerados; alcanzando el reconocimiento de las comunidades de las zonas aledañas y fomentando la generación de procesos comunitarios en torno a ellos. Además, adquirieron reconocimiento como elementos transformadores y “democratizadores del espacio público” y por ende apoyo por parte de gobiernos urbanos, creándose en consecuencia becas y apuestas turísticas alrededor del arte urbano (“Distrito Grafiti” en Bogotá y la Comuna 13 en Medellín, entre otros).
Pese al reconocimiento institucional y a los intentos de mercantilización bajo proyectos de promoción de industrias culturales y creativas, el street art se mantiene como una alternativa contrahegemónica que permite contar con memoriales en la ciudad en constante reconfiguración y que hacen de esta última un memorial en sí mismo. Dichas expresiones han servido como instrumentos para exteriorizar y comprender lo vivido, sin embargo, su emplazamiento no ha estado exento de tensiones y pone de presente la discusión sobre qué debe expresarse y quién debe decidir qué es lo que debe representarse. Lo anterior remite a su vez a cómo y quién debe gobernar los espacios públicos y cuál debe ser su rol.
Paralelo al auge del arte urbano como instrumento para el resarcimiento de las víctimas, la promoción de los derechos a la verdad y la justicia y dar testimonio de lo vivido por individuos y colectividades, se ha generado un cuestionamiento frente al papel de los monumentos como símbolos de la historia oficial y referentes usados para reforzar el sentido de pertenencia a una nación. En los procesos de agitación social registrados en la región se ha cuestionado su emplazamiento a partir de la visión de quienes han detentado el poder político y económico desde los espacios urbanos y su falta de representatividad. Son ilustrativos de esta desafección por los referentes del status quo los casos de derrumbamiento de estatuas de conquistadores españoles y la vandalización de esculturas representativas de autoridades militares y gobernantes como las experimentadas en el contexto de las protestas en Chile en 2019 y el Paro Nacional de 2021 en Colombia.
La apuesta por la resignificación de los monumentos y el levantamiento de nuevos referentes en el marco de las protestas sociales es a su vez una expresión del interés de que “otros” relatos silenciados en la historia oficial tengan cabida, considerando sus portadores han sido objeto de violencias y persecución por su pertenencia étnica o sus orientaciones políticas, las cuales se pretende resarcir mediante iniciativas de memoria.
Resulta significativo que en las ciudades latinoamericanas se cuente cada vez más con espacios físicos y virtuales para narrar experiencias difíciles de relatar y que es necesario conocer para proyectar nuevos caminos de reconciliación y superación de las violencias que afectan a la región. En particular, existen alrededor de 44 instituciones encaminadas a la recuperación de las memorias individuales y colectivas sobre las graves violaciones a los derechos humanos y las resistencias generadas localizadas en 12 países que integran la Red de Sitios de Memoria Latinoamericanos y Caribeños.
Así, las ciudades fungen no sólo como contenedores de iniciativas de memoria sino también como lugares productores de memorias que a su vez las recrean y dan lugar a diversas formas de apropiación y uso de los espacios públicos, haciendo de ellos lugares de creación colectiva para la resistencia al olvido y a la impunidad que no se puede continuar tolerando.