APRO/Anne Marie Mergier
En la pantalla desfilan escenas de la vida feliz de una familia: niñas jugando en un jardín, un carrusel, risas… de pronto una voz infantil advierte: “Esta es la historia de un viaje hasta el umbral del infierno”.
Durante unos segundos un fondo negro reemplaza las imágenes felices. Luego surge otra escena: un coche atiborrado de maletas está estacionado en una estrecha calle de Kabul. Hombres y mujeres se despiden de una pareja y de dos niñas. El auto arranca.
Así empieza Midnight Traveler (Viajero de medianoche), documental del cineasta Hassan Fazili, que huyó de Afganistán junto con su esposa, Fátima Hussaini y sus dos hijas: Narguis y Zahra.
Aún no lo saben pero ese viaje de exilio hacia Europa, que imaginan por avión y vías legales desde Tayikistán, se va a convertir en un periplo de 5 mil 600 kilómetros y tres años, a lo largo del cual les tocará jugarse la vida para cruzar clandestinamente, de noche, las fronteras de Irán, Turquía, Bulgaria, Serbia y Hungría. En cada país acabarán en refugios improvisados, insalubres campos de migrantes o centros de detención.
“Fue difícil. A lo largo de estos tres años sentimos que nuestra existencia había perdido todo valor y que sobrábamos en este mundo. Nos salvaron la cohesión de nuestra célula familiar y la decisión de grabar todo este recorrido para realizar un documental. No elegimos nuestra suerte de migrantes ilegales. Nos cayó encima. Grabar nos permitió retomar en cierta medida las riendas de nuestro destino catastrófico, dio de nuevo sentido a nuestra existencia hecha pedazos y mantuvo viva la llamita de la esperanza. Esta película no la hice solo. Los cuatro nos turnamos nuestros tres celulares y grabamos”, confía Hassan Fazili a la corresponsal, de paso por París, donde acaba de estrenarse Midnight Traveler.
El café bohemio
La vida de Hassan y de Fátima en Afganistán fue una larga lucha para librarse del peso de la religión y dedicarse al arte.
En la película, Fazili cuenta que es descendiente de mullahs, eruditos musulmanes y responsables religiosos. Lo fueron su tatarabuelo, su bisabuelo, su abuelo y su padre, así como lo son sus seis hermanos. El realizador es el único que escogió un camino distinto.
“De adolescente perdí un ojo trabajando en una fábrica. Al principio me desesperé, pero paradójicamente fue gracias a esa desgracia que llegué al cine”, cuenta con humor. “Descubrir el séptimo arte me dio la sensación de recobrar la vista y de tener una mirada distinta sobre el mundo”.
Autodidacta, Fazili venció todos los obstáculos para lanzarse a la realización de cortometrajes, series televisivas y documentales al tiempo que montó obras de teatro. Insiste, sin embargo, en que el camino de su esposa fue mucho más arduo que el suyo.
“Fátima nació en una familia ultrarreligiosa que no le permitió ir a la escuela. Fue sólo después de nuestro matrimonio que empezó a estudiar. Recobró pronto el tiempo perdido y acabó estudiando actuación y realización cinematográfica.
“El papel que interpretó en una exitosa serie televisiva le costó caro. Su fama se convirtió en deshonra para su familia, que rompió con ella. Unos familiares inclusive la amenazaron de muerte por ser una ‘mujer indecente’, pero su maldición no pasó a mayores.”
La situación de la pareja se volvió crítica después de que abrió un café bohemio donde se juntaban artistas e intelectuales para conversar de todo y escuchar canciones de protesta. Acorralados por el clero y hostigados por la policía, Hassan y Fátima tuvieron que cerrar el lugar.
Pero todo empeoró a principios de 2015, con la difusión por un canal de la televisión afgana de Peace, un documental de Fazili sobre la historia del mullah Tur Jan, comandante talibán que dejó las armas para involucrarse en el proceso de paz. A las pocas semanas de la transmisión, Tur Jan fue asesinado y un amigo de Fazili le avisó que él era el próximo en la lista. “Tomé su advertencia muy en serio. Salimos a Tayikistán en abril de 2015 con la intención de pedir asilo en Europa”.
Fazili, que había reunido pruebas de las amenazas y represalias ejercidas en su contra, presentó su expediente en distintos consulados de la Unión Europea. Empezó entonces un viacrucis burocrático de un año y tres meses. Hospedados en casas de familiares, los dos cineastas pasaron el tiempo corriendo de una embajada a otra. A mediados de 2016 se abrieron las puertas de la de Alemania.
“Nos pidieron nuestros pasaportes, pagamos nuestras visas y eso nos dejó sin un centavo, porque habíamos gastado todos nuestros ahorros durante estos largos meses de espera. Pero no nos importó. Desbordábamos de alegría. Unos días más tarde, sin embargo, un funcionario de la embajada nos devolvió nuestros pasaportes, sin las visas. No nos reembolsó y tampoco nos explicó ese brusco cambio de trato.”
Al poco tiempo las autoridades de Tayikistán se negaron a renovar las visas de la familia. “Teníamos dos opciones: regresar a Kabul, donde nos aguardaba una muerte segura, o viajar ilegalmente a Europa, sin saber si íbamos a sobrevivir a la odisea. Optamos por la segunda. Era el mal menor”, aclara escuetamente el realizador.
La familia se fue en coche a Mazari Sharif, en Afganistán, para esconderse en casa de primos mientras Hassan planificaba el viaje clandestino y pedía dinero prestado a todos sus amigos.
“En ese momento decidí grabar todo”, dice. “En Tayikistán no lo pensé porque creí que íbamos a tomar el avión para llegar a un país acogedor. Cuando entendí lo que nos esperaba supe que debíamos grabar nuestra hazaña y arreglarnos para hacer llegar las imágenes a lugares seguros, ya sea para dejar huellas en caso de que desapareciéramos en el camino, como desaparecen miles de personas desde hace años, ya sea para hacer un documental después de llegar a un país seguro”.
El tono de voz de Fazili se torna apasionado, habla cada vez más rápido en dari, el persa afgano, poniendo a prueba el talento de su intérprete.
“No quería hacer un documental más sobre migrantes”, sigue, “sino mostrar la cotidianidad caótica de una familia parecida a millones de familias en el mundo que el destino arranca de su tierra de la noche a la mañana y precipita a la implacable ruta del exilio. Quería compartir nuestra intimidad con el espectador para que sintiera desde adentro lo que nosotros vivíamos. Y cuando digo ‘nosotros’ no pienso sólo en mi familia, sino en todos los seres que sufren esa misma suerte. Estoy al tanto de lo que pasa con los migrantes mexicanos y centroamericanos. Nuestra tragedia es universal.
“Sin embargo”, precisa, “en ningún momento quise inspirar compasión con el documental. Los migrantes no necesitan compasión. Necesitan respeto. Necesitan ser considerados como iguales, como humanos que nacieron en el lado desafortunado del mundo. Nosotros, los afganos, nacimos allí donde la guerra causó y sigue causando estragos. Es todo. No somos extraterrestres”.