En Tigray, un genocidio en marcha que sufre Etipoía - LJA Aguascalientes
22/11/2024

APRO/Diego Gómez Pickering

 

“Espero que mi mensaje no te conmocione ni te escandalice, pero no hay otra manera de describirlo”, me escribe Arre en el prólogo del primero de los varios mensajes que intercambiamos a manera de telegramas cifrados –por la intermitencia en las comunicaciones–, sobre la lacerante situación por la que atraviesa Tigray, uno de los 10 estados regionales en los que se divide políticamente Etiopía.

Arre, de poco más de 30 años, me pide omitir su apellido. Axum, su ciudad natal y desde la cual me escribe, en el extremo norte del país y de la región, está prácticamente aislada desde que empezó el conflicto, a comienzos de noviembre de 2020. En sus calles, plazas, edificios y en los barrios, montañas y campos circundantes, el miedo, la incertidumbre y el dolor abundan, me explica. Efectivos del ejército federal, fuerzas de defensa regionales, soldados y mercenarios extranjeros, guerrillas, turbas de jóvenes defendiéndose con machetes, y en medio de todo ello, una población civil cada vez más asediada e indefensa.

“No sé qué les hemos hecho, nuestro único crimen es ser tigriña”, agrega el comerciante de la etnia preponderante en Axum y en el resto de Tigray, una de las cerca de 90 del mosaico demográfico etíope.

En la noche del 28 al 29 de noviembre, cientos de civiles fueron asesinados en casas, callejones e incluso iglesias de todo Axum. Sobre todo, se acribilló a hombres jóvenes, acusándolos de filiación subversiva, pero los perpetradores, soldados de las Fuerzas de Defensa Etíopes (EDF), también mataron a mujeres, niños y ancianos. Según la fuente de referencia –Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Associated Press o la Comisión de Derechos Humanos de Etiopía (CDHE)– en la que ya se denomina como matanza de Axum perecieron entre 300 y 800 inocentes, todos tigriñas.

Unos 20 días antes, en Mai Kadra, en el oeste de Tigray, cerca del estado regional de Amhara, se estima que asesinaron a entre 200 y 800 civiles, de acuerdo con investigaciones preliminares de Reuters o de la CDHE. Hombres en su mayoría, como en Axum, pero también mujeres y niños. En la ahora conocida como masacre de Mai Kadra, jóvenes tigriñas, azuzados por milicias de Tigray, arremetieron contra la población amhara, sólo para después, junto con la población tigriña de la localidad, caer en manos de las milicias amhara. Una atrocidad en respuesta a otra.

Las masacres de Axum y Mai Kadra fueron, quizá, las primeras de un conflicto cuya génesis es difícil de rastrear, por lo inaccesible del territorio, cercado por las tropas federales auxiliadas por el ejército eritreo.

Uno de los indicadores más alarmantes en este sentido, según el reporte más reciente de la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), dado a conocer a finales de junio, es el alto número de personas desplazadas de sus lugares de origen. De los 5.5 millones de habitantes que estimaciones censales adjudicaban a Tigray antes del conflicto, hoy más de 1 millón viven en campamentos para desplazados internos y cerca de 63 mil han cruzado la frontera de Sudán. En el corto o mediano plazo no habrá condiciones para que estos cientos de miles de familias regresen a sus comunidades, incluso si la situación de seguridad mejorara.


Para Gonzalo Sánchez Terán, director adjunto de Programas Humanitarios del Centro Internacional para la Cooperación Humanitaria, con sede en Nueva York: “Lo más grave del conflicto es que se han cometido espantosos crímenes de guerra… es clarísimo que hasta el día de hoy se están cometiendo ejecuciones masivas de población tigriña por parte de soldados del ejército eritreo, también por parte de milicias amhara y muy posiblemente del ejército etíope”.

Para el cooperante internacional, que ha pasado la mayor parte de la última década trabajando en Etiopía, particularmente en las regiones somalíes y en Tigray, el cerco informativo y el negacionismo del gobierno de Adís Abeba han impedido conocer las verdaderas dimensiones del conflicto, cuyas raíces se remontan a décadas. 

 

La llegada de Zenawi

Cuando en 1991 un conjunto de agrupaciones políticas y guerrilleras de diferentes partes de la geografía etíope, bajo la batuta militar del Frente de Liberación Popular de Tigray (TPLF) derrocó al régimen de Mengistu Haile Mariam, tras una guerra civil que abarcó gran parte de los ochenta, el tigriña Meles Zenawi tomó las riendas del país.

Si bien estableció un sistema multipartidista y las bases de un Estado federal plurinacional y multilingüe, que sobreviven hasta hoy, aunque en un frágil equilibrio, gobernó casi tres décadas con puño de hierro, creando una estructura de poder altamente militarizada.

Con Zenawi, el TPLF se posicionó política y estratégicamente, resarciendo, desde su perspectiva, una injusticia histórica sufrida por el pueblo tigriña que, aunque se trate de una de las etnias menos numerosas del país –6 millones de los más de 115 millones de etíopes–, se considera a sí mismo origen de la identidad nacional. En Axum tuvo su capital el reino más importante de la historia de Etiopía entre el siglo I ANE y el siglo X. En las montañas de Tigray fue, además, donde la intentona fascista de Mussolini de hacer Etiopía una colonia italiana fue derrotada entre 1935 y 1936.

Al llegar el TPLF al poder, los tigriñas aducían una marginalización continua de su territorio desde finales del siglo XIX en favor de Adís Abeba y de los amhara, su etnia vecina, casi tres veces más numerosa, pues cuenta –según el último censo, de 2007– con 20 millones de personas. Los amhara gozaron durante décadas del favor de los emperadores de la dinastía salomónica, cuyo último representante fue Haile Selassie, y continuaron siendo mayoría en la administración pública y en el ejército durante la dictadura marxista del Derg, con Mengistu, en detrimento de otras etnias, entre ellas los tigriñas.

En aras de favorecer a los suyos, Zenawi entregó la administración y el ejército a los tigriñas, a través del TPLF, creando un gobierno que tras casi 30 años en el poder se volvió cada vez más autoritario y represivo, en particular con otras etnias, como los somalíes, los oromo y los mismos amhara. Durante su gobierno, las fronteras del estado regional de Tigray se redibujaron, ensanchándose a partir de tierras históricamente ligadas al pueblo amhara, en lo que hoy se denomina Tigray Occidental y donde está la localidad de Mai Kadra, teatro de la masacre. Este hecho justificó, en palabras del oromo Abiy Ahmed, primer mandatario desde 2018, la ofensiva del gobierno central a través de las EDF con el apoyo, inicialmente velado, del ejército eritreo, contra “los terroristas” del TPLF.

 

Lesa humanidad

“Somos nosotros, los civiles, los que nos hemos convertido en blanco de los ataques de los militares, de las milicias y de las guerrillas, sobre todo si somos hombres y más aún si somos jóvenes. Han matado a demasiados muchachos, niños incluso de 13 o 15 años”. El segundo mensaje de Arre es tan breve como el primero, pero tan contundente como los que le siguen.

“A las mujeres las utilizan como botín y como arma de guerra, principalmente a las más jóvenes. Hay violaciones en grupo, en las que participan hasta 10 soldados. A mi prima, de sólo 17 años, la penetraron dos soldados del ejército etíope, pero no se conformaron con violentarla, introdujeron en sus partes íntimas piedras y piezas de metal agudas que casi le desgarran el vientre”, añade.

El cerco que mantiene el gobierno etíope en torno a Tigray no sólo es informativo y noticioso, también abarca a las organizaciones humanitarias que durante meses han denunciado la incapacidad de proveer asistencia alimentaria a los 5.2 millones de tigriñas que la necesitan. A pesar de las dificultades para cifrar la escala de la crisis humanitaria provocada por el conflicto, la comunidad internacional, en voz de la ONU, coincide en que todas las partes implicadas han cometido atrocidades.

“Si las tensiones en Etiopía aumentan y el conflicto trasciende la región de Tigray, se producirá una guerra civil cuyas proporciones harán que la guerra en Siria parezca un juego de niños”, advertía en abril Jeffrey Feltman al asumir su cargo como enviado especial del gobierno estadunidense a la región del cuerno de África. La opinión del diplomático es compartida por varios analistas que siguen juiciosamente el día a día del conflicto.

Para Sánchez Terán, en Etiopía hay “un resquebrajamiento de la entidad pluriétnica y plurinacional” nunca antes visto, lo cual ha llevado al conflicto en Tigray a tomar “una forma mucho más intensa y violenta”, convirtiéndolo en “una lucha que ya no es por el poder político sino una lucha de unas regiones contra otras, una lucha de fronteras internas”.

Es una opinión, la del otrora alto funcionario internacional y hoy representante de Washington en la zona, que refleja lo volátil de la situación y pone énfasis en sus raíces interétnicas, pero que no explica la falta de un involucramiento de la comunidad internacional más directo en un conflicto que para varias voces tiene tintes de ser el peor en fecha reciente para el continente africano. Un conflicto al que debiera calificarse, incluso, de genocidio.

“Hay evidencia de limpieza étnica en Tigray Occidental. Si la intención es eliminar a los tigriñas podría clasificarse como genocidio”, declaró en entrevista a finales de mayo para el británico The Telegraph la exprimera ministra neozelandesa y antigua cabeza del Programa de la ONU para el Desarrollo Helen Clark.

A la voz de Clark se une la de Alex de Waal, director ejecutivo de la Fundación por la Paz Mundial, de la escuela de derecho y diplomacia Fletcher en la universidad estadounidense de Tufts, y uno de los africanistas con mayor calado en la escena humanitaria y académica. En un artículo publicado en la London Review of Books el 17 de junio, De Waal afirma que “incluso si un esfuerzo masivo de ayuda humanitaria se realizara el día de hoy, ya es demasiado tarde para decenas de miles de tigriñas, muchos de ellos niños”.

Para De Waal, la hambruna a la que hoy se enfrentan 350 mil tigriñas, es utilizada por Adís Abeba en una estrategia contrainsurgente como arma de guerra y como tal constituye un crimen de lesa humanidad, según el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.

“La hambruna está definitivamente siendo utilizada por el gobierno etíope como un arma de guerra”, declaró hace apenas unos días Mark Lowcock a la agencia Reuters. El máximo encargado en materia humanitaria y de emergencias de la ONU ponía en palabras lo que muchos denuncian desde hace meses. Incluida la cooperante española María Hernández, muerta en un ataque contra un convoy de Médicos sin Fronteras en el que podrían haber participado efectivos del ejército etíope o del eritreo el pasado 25 de junio, mientras se encontraba en Tigray coordinando acciones de emergencia sanitaria y alimentaria.

La falta de alimento es la principal preocupación de la población civil en Tigray, informaba la organización humanitaria al anunciar el asesinato de Hernández y dos de sus colegas etíopes. Según la OCHA, la ONU ha podido abastecer alimentos de manera temporal a 3.7 millones de personas, del total de 5.2 millones de personas en riesgo de seguridad alimentaria; es decir casi la totalidad de la población de Tigray. 

Para la ONU esto resulta insuficiente y de no garantizarse el acceso a la región en conflicto, por la obstaculización del gobierno etíope, podría provocarse una hambruna generalizada y la muerte innecesaria de miles de personas, principalmente ancianos y niños, sin que se dispare una bala.

Los escenarios a corto, mediano y largo plazos son difíciles de predecir. Las elecciones del 21 de junio, sin la participación de Tigray, que sólo reconoce la autoridad del TPLF en el estado regional, son un ejercicio de legitimidad dudable que le sirve al gobierno central para consolidar su poder y su versión del conflicto.


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