Uno de los mitos que rodean a la educación universitaria es que la teoría y la práctica son situaciones opuestas. Muchos creen que se pierde el tiempo en el estudio o acudiendo a las universidades, pues lo que obtienen de los libros o lo que se enseña en las aulas, nada tiene que ver con la realidad. Tal vez en esta última idea se tenga algo de razón, pero creo que nada tiene que ver con que la teoría y la práctica sean materias que no puedan ir de la mano.
¿Por qué digo que puede tener algo de razón? Porque las y los estudiantes acuden a las aulas, al estudio, y constatan que lo expuesto en el libro, o lo dicho en la cátedra, rara vez tiene relación con la práctica o con la realidad. Y esto no es porque no siempre la teoría se retome en la práctica, sino porque no se explica cuál es el motivo de la divergencia entre lo enseñado y lo practicado; no se denuncian las contradicciones entre lo teórico, lo normativo y lo operativo; no se explica por qué se dan esas prácticas y cuál es su sustento teórico o base científica. En síntesis, si bien no todas las investigaciones o las clases en las aulas son así, la mayoría se limitan a comprender un objeto de estudio, tal y como está, y se acepta como dado e incuestionable, lo que no hace más que justificarlo por mera especulación.
Por eso se cree que la teoría y la práctica están peleadas; ya que no se explica que el poder del saber objetivo se puede utilizar tanto para la dominación del humano, como para su liberación. Tampoco se explica que la norma debe estar en función del ser humano, y no sólo reducirlo a simple objeto de regulación. Mucho menos se adentra en el estudio de la historia, para mostrar la forma en que se han ido concretizando los procesos de control social que por un lado incluyen y por otro excluyen los derechos, y cómo han influido a la época actual, para entender, no sólo el cómo se aplica la norma, sino por qué se aplica así, cuál es su contenido o motivos, y si hay una mejor forma de aplicarla o regular una situación social.
Por eso se cree que la teoría y la práctica son cuestiones distintas; porque algunos estudios y enseñanzas no aterrizan los presupuesto teóricos a la realidad; porque otros sólo se basan en lo real y no dan importancia a lo teórico; y porque sólo muy pocos tratan de explicar la base teórica de la práctica, su relación objetiva, el por qué se actúa de una manera y no de otra; y aún más pocos invitan al aprendiz a desarrollar un sentido crítico, en beneficio del ser humano.
Generalmente los sistemas educativos en el mundo han sido implementados para generar seres acríticos. Aunque en muchas escuelas se pregona la enseñanza de valores democráticos, lo que existe es un modelo diseñado para formar personas irreflexivas que puedan ser sustituidas por un paquete de procedimientos y técnicas. Se aplica un modelo que impide el pensamiento crítico e independiente, que no permite razonar sobre lo que se oculta tras las explicaciones, y finalmente, fija esas explicaciones como las únicas verdades absolutas.
En pocas ocasiones, el docente invita al estudiante a analizar las estructuras políticas y sociales que forman sus vidas; lo cual sirve para mantener al ciudadano en un modelo de civilización dogmático, que puede llegar a permitir el funcionamiento de sistemas que no velan por los derechos de todos.
Ahora bien, en la actualidad tenemos la ventaja de tomar una postura de activos investigadores, críticos de las posiciones, emisores de conocimientos y constructores de soluciones a los problemas sociales, y dejar de ser meros receptores de información. Podemos ser docentes que generen una motivación en la indagación y desarrollo crítico mental para que se realicen actividades que eliminen un estancamiento en el desarrollo de nuestra comunidad.
Podemos orientar a la apertura de los ojos frente a una realidad tal cual es, y no como nos han hecho creer o creemos que es. Podemos ser personas que auxilien a legitimar actos injustos o, por el contrario, ser aquellos que evidencien que la teoría y la práctica no están enfrentadas, que la práctica sin teoría es mera rutina o falacia, y que la teoría es inadecuada si no ayuda a aplicarse en la práctica. En síntesis, podemos ser personas que propongan cambios reales y eficaces para el respeto de los derechos del ser humano.
Si uno rechaza esa formación acrítica que nos devalúa humanamente, y nos convertimos en auténticos intelectuales que denunciemos las injusticias sociales, la denigración humana y la hipocresía, conseguiremos que las y los estudiantes asuman el reto de ampliar los espacios reales de la democracia, y trabajaremos en forma conjunta para construir un mundo menos discriminatorio y deshumanizado.
Esas son características de ser docente y estudiante crítico: ser un poco utópico, ya que las utopías ayudan a caminar; poder ser disidente, ya que reconocer el derecho a la disidencia, implica un sistema más abierto en el que se considera legítimo el pensamiento ajeno, aunque sea odioso; y, sobre todo, ser un verdadero docente, que no implica sólo transmitir datos o información.
Un verdadero docente es aquella o aquel que escribe o enseña para aprender; el que entrega al estudiante sus alas rotas para que aprenda a volar, y sus ojos secos para que aprenda a observar, a cambio de que le enseñe que sabe enseñar…