En la mitología griega, Casandra, hija de los reyes de Troya Hécuba y Príamo, fue sacerdotisa de Apolo. Con el dios pactó, a cambio de un encuentro carnal, la concesión del don de la profecía. No obstante, la gente no creía en Casandra. Ahora, nos dice David Casacuberta, tenemos otras Casandras que piensan de manera equivocada tener el don de la profecía, elaboran simplones augurios y la gente les cree con sobrada facilidad. ¿Por qué abundan los nuevos aprendices de Casandra?, y ¿por qué les brindamos sin miramientos nuestra confianza?
Esta pareciera la era de las eras y la sociedad de las sociedades: la era del vacío, del capitalismo de la vigilancia, del exceso de positividad; la sociedad del cansancio, de la transparencia, del espectáculo, punitiva, paliativa, errante, autófaga… De lo que se trata es de pensar con austeridad utópica o simplismo apocalíptico. La regla es más que simple: encuentra un principio paraguas que, por su vaguedad y simpleza, cubra a todo (o a casi todo) de la tormenta. Juzgar de manera maniquea o jacobina nos ahorra por completo la tarea de pensar con rigor. Y, peor: nubla los posibles caminos de solución a los problemas que nos aquejan. De eso se trata el efecto Casandra: “la tendencia a generar, a partir de evidencia anecdótica y mucha retórica, un modelo simplista de la realidad que quiere explicar todo tipo de fenómenos sociales y culturales basándose en un único principio” (p. 12). En otras palabras, “Casandra es la radicalización de una actitud humana básica: intentar simplificar la realidad a partir de un principio básico, buscar de forma activa todos aquellos datos que apoyen esa simplificación y ningunear toda evidencia que apunte en dirección contraria” (p. 37). En este sentido, el efecto Casandra pareciera una combinación de la manera en la que apoyamos habitualmente con evidencia nuestras creencias, buscando sobre todo aquello que las apoye (sesgo de la confirmación), y de una carencia de actitud científica (en palabras de Lee McIntyre, la actitud que hace que no seamos indiferentes a la evidencia, incluso cuando dicha evidencia va en contra de lo que creemos).
Así, Casacuberta subraya que no vivimos en ninguna era: “Ni siquiera en la era de Casandra. Casandra no es en realidad un sistema filosófico ni una forma de operar continua, ni una epidemia que afecte a todos los intelectuales. Es más bien una tentación que todos podemos tener en algún momento, pues buscamos epatar, convencer desde el miedo, la indignación y la hipérbole. Y lo hacemos sobre todo explotando una tendencia humana básica: nuestra repulsión prácticamente innata por la incertidumbre: nuestra obsesión por saber” (p. 13). De esta manera, Casacuberta encuentra una posible solución actitudinal ante el efecto Casandra: la duda y el sano escepticismo, la verdadera actitud filosófica. Ante la proliferación de Casandras, parece decirnos, hacen falta Sócrates contemporáneos. En sus palabras: “El problema aquí es una cuestión de actitud. Como he dicho al principio, Casandra no es una escuela filosófica o un método de investigación. Es simplemente una actitud en la que es muy fácil caer. A la hora de contrastar una teoría con los hechos, hay dos caminos básicos: intentar confirmar o intentar refutar. Si el objetivo de uno es confirmar la teoría, siempre encontrará un argumento que dé la vuelta a las cosas para que todo cuadre con la explicación original. Solo si nos forzamos a ver qué datos y observaciones falsarían nuestro modelo podemos empezar a establecer la credibilidad de nuestra teoría” (p. 45).
La era de Casandra (Barcelona: UAB, 2021), de David Casacuberta, es un ensayo necesario, profundo y divertido. Su título, una rampante ironía, es una crítica fina a esta era de las eras, a nuestra tendencia a simplificar en demasía y a nuestros pronósticos minimalistas. Frente a esta actitud que rehúye de manera decidida la incertidumbre hace falta, primero, pensamiento crítico: “Necesitamos las herramientas del pensamiento crítico para ir más allá de estos ejercicios de pensamiento apocalíptico o hiperoptimista y establecer el verdadero alcance de los mecanismos que los aprendices de Casandra postulan, y buscar soluciones adaptadas al alcance real de tales problemas” (p. 10). En segundo lugar, esto da su sitio adecuado a la filosofía, como la entiende Casacuberta: “la función central de la filosofía es tomar un problema muy concreto y delimitado y mostrar que para solucionarlo hemos de incluir a toda la sociedad, a todo el planeta Tierra, de hecho, para encontrar una respuesta realmente plausible” (p. 55).
Concentrándose en ejemplos de nuestra era digital, La era de Casandra es además un ensayo que, bajo estas premisas, tiene mucho que decirnos sobre los pronósticos apocalípticos acerca de la privacidad de nuestros datos, sobre la cultura de la cancelación, sobre la naturaleza de la filosofía, sobre la moda de cierta economía conductual, sobre los críticos culturales, incluso sobre el cambio de la narrativa de la ciencia ficción actual.