La semana pasada se debatió intensamente en distintos medios de comunicación a partir de las aparentes descalificaciones del presidente a la clase media mexicana.
La discusión, por desgracia, se concentró en qué dijo y qué no dijo Andrés Manuel López Obrador, en qué insinuó, implicó, y en el significado de sus múltiples proferencias lingüísticas. La semana pasada yo publiqué en este espacio una columna de opinión en la que señalaba mi particular interpretación de sus aparentes descalificaciones: decía, palabras más y menos, que el presidente continúa en una lógica adversarial propia de las campañas políticas, y no en una cooperativa, propia de los gobiernos en turno. A mi modo de ver, su visible molestia con el “aspiracionismo” [sic] de la clase media se debió a que perdió su voto, en particular el de la clase media con estudios, en la elección intermedia: ésa que cumplió un papel determinante en su llegada al poder en 2018.
Hoy me gustaría entrar en otro debate, quizá mucho más profundo y menos de ocasión. Uno en el que, no sin cierta caridad interpretativa, hace que me sitúe cerca de las posibles preocupaciones del presidente, aunque quizá lejos de la manera en la que las encara e intenta resolver. El debate, como lo puso, a mi modo de ver de manera correcta, Sabino Bastidas, es el de una sociedad de clases frente a una sociedad de derechos.
A todas y todos nosotros nos resultan ya comunes las distinciones de clase (clase alta, media alta, media, media baja, baja), la aspiración de la movilidad social y el ideal meritocrático. Estos conceptos, de cuño neoliberal, configuran nuestro marco social y público, de manera tal que guían nuestras creencias, acciones, deseos y expectativas. También modelan y delinean nuestros juicios y evaluaciones. Si el presidente está en contra de este marco judicativo y evaluativo, comparto su posición: es un marco que ha creado sociedades desiguales y competitivas, no equitativas y fraternas. Si esta interpretación es correcta, lo único que en este punto me hace alejarme del presidente es su peculiar y adversarial manera de comunicación cotidiana. Algo hay de rescatable en la aspiración a vivir mejor y de que una vida mejor sea resultado de nuestras acciones y de nuestro trabajo. Pero en algo tiene razón el presidente: no a toda costa. En particular, una vida mejor no debe ser a costa de que otros vivan peor. ¿Quién quisiera vivir una vida llena de lujo y comodidades a costa de la pobreza y vulnerabilidad de millones de personas? De manera adicional, ¿en verdad es el mérito la causa de la riqueza de los adinerados? El mito del mérito ya ha sido desmantelado en más de una ocasión (recomiendo en particular Success and Luck: Good Fortune and the Myth of Meritocracy de Robert H. Frank, así como Mirreynato: La otra desigualdad, de Ricardo Raphael).
Una sociedad de clases estratifica y da señales equivocadas; la peor: que se requieren de clases bajas para que existan las altas. La aspiración de la movilidad social comete el error de vendernos una quimera: que la riqueza es consecuencia del trabajo arduo (cuando poquísimas veces lo es). Y, por último, el ideal meritocrático destruye la posibilidad de una sociedad justa: justifica que haya perdedores y ganadores sociales, convirtiendo la vida pública en una guerra. Así, si el presidente tenía en mente esta crítica, común en los círculos académicos de izquierda (a los que honrosamente pertenezco), pienso que lleva razón.
No obstante, disiento fuertemente de la manera en la cual el presidente pretende cambiar el estado actual de las cosas. Una sociedad fraterna, igualitaria, de derechos y próspera no se construye dentro de un clima adversarial, ni considera que la polarización sea justificable por los réditos políticos que pueda brindar. La sociedad a la que el presidente, al menos públicamente, parece aspirar se construye a partir de diversos pasos: (1) fortaleciendo las instituciones y el arreglo institucional, de tal manera de la gobernanza y la prosperidad social no dependan de la voluntad política, y que los futuros gobernantes no puedan abusar de su poder; (2) diseñando nuevas instituciones y arreglos institucionales que nos encaminen poco a poco a un estado de bienestar (en particular, se requiere un nuevo arreglo fiscal e impuestos progresivos); (3) brindando un piso parejo de derechos a todas y todos los ciudadanos (e, idealmente, a toda persona que viva o desee vivir en nuestro país o que, simplemente, se encuentre de visita); (4) generando crecimiento macroeconómico sostenido, el cual sólo es posible en un territorio institucionalmente estable y seguro; (5) con un sistema de salud y de educación gratuita y pública de alta calidad (que brinde mejores sueldos que la iniciativa privada, por ejemplo). Y esto sólo es el inicio.
Mi desacuerdo, como puede verse, no está ni ha estado en las aspiraciones ni en el contenido de dichas aspiraciones. Veo un gobierno que refleja mis más hondas preocupaciones, pero que actúa a contracorriente de las mismas. Veo destrucción institucional, polarización, crispación, antagonismo, incivilidad. Una sociedad fraterna jamás podrá darse en un clima tan agitado, sólo en uno ampliamente cooperativo.