APRO/Neldy San Martín
“En Ayotzinapa fueron 43… ahora a sus padres les va a tocar buscar a 95”, les decían las policías estatales una y otra vez a las estudiantes de la normal rural Mactumactzá detenidas el pasado 18 de mayo mientras repartían volantes en la caseta de cobro de la carretera de cuota San Cristóbal-Tuxtla Gutiérrez. Ellas sólo exigían que el examen de nuevo ingreso fuera presencial.
Siete días después de su liberación, Tania y Vanessa, dos de las normalistas de primer año que omiten su verdadera identidad para evitar ser identificadas, pues su proceso sigue abierto, cuentan el terror psicológico y las agresiones físicas y sexuales sufridas entre su detención y su arribo al penal El Amate, en el municipio de Cintalapa.
El 18 de mayo, narran, salieron temprano a volantear. No desayunaron, pues pensaban regresar rápido a la normal, ubicada en Tuxtla Gutiérrez. Su propósito era informar sobre su exigencia de un examen en cuadernillo, para que todos los aspirantes tengan oportunidad de ingresar a la escuela, pues la mayoría proviene de zonas rurales e indígenas; algunos carecen de computadoras o no tiene internet, y otros viven en zonas sin energía eléctrica.
De los 480 estudiantes matriculados en la “Mactu”, la mayoría proviene de comunidades tzeltales, tzotziles, choles, tojolabales y zoques.
Dos meses antes, los normalistas solicitaron por escrito a la Secretaría de Educación del estado que el examen fuera presencial. Tras un infructuoso diálogo las autoridades argumentaron que no sería posible debido a la pandemia de covid-19; todo ello sucedió en medio de las campañas para elegir mil 126 cargos populares y con el semáforo epidemiológico estatal en verde. El 9 de mayo los estudiantes decidieron incrementar la presión con manifestaciones.
Ese día, en la caseta las patrullas comenzaron a rodear los cuatro camiones de la empresa OCC en los que se transportaban las y los normalistas. Las mujeres se encerraron en los autobuses con los choferes, mientras sus compañeros se enfrentaban con los policías.
“En ningún momento fuimos a dañar, fuimos a informar a la sociedad, pero ellos (los policías) llegaron a reprimirnos. Ellos declararon que llegaron a dialogar; no es verdad. Llegaron a reprimirnos”, asegura Tania.
Cuenta: los policías intentaron entrar a la fuerza a los autobuses. Golpeaban los cristales y le gritaban al chofer que les abriera. Un celular grabó el acoso. El video muestra que las estudiantes estaban dentro y los policías afuera. Enfoca los asientos, las ventanillas y a los uniformados; capta también el grito nervioso de una mujer que dice: “No abras, chof”; luego, sollozante exclama: “Ya nos abrieron, ya nos abrieron”.
En otro de los videos se observa a dos mujeres con cubrebocas en el toldo de un camión, graban la acción policial. “También tienen hijos”, les grita una joven, llorando. “¡Bájense!”, ordena un policía.
Tania tiene 20 años y es originaria de una comunidad tzeltal. Asegura que los policías lanzaron un proyectil y lograron romper un cristal del autobús en el que se encontraba y les arrojaron gas. Comenzaron a ahogarse, dice.
“El gas empezó a invadir el autobús, no podíamos respirar. No teníamos ni cómo cubrirnos. El cubrebocas no nos sirvió de nada”.
El chofer abrió la puerta y los policías entraron. Minutos antes Tania logró llamar a su mamá: “Le dije que se cuidara mucho, que no sabía lo que nos iba a pasar, que cuidara a mi hija, que los policías ya nos tenían rodeados, que nos iban a llevar y que no sabíamos a dónde… Tuve que colgar cuando los policías comenzaron a llegar, pero mi mamá alcanzó a escuchar los gritos”.
Las normalistas aseguran que fueron detenidas por policías hombres, pese a que la Fiscalía General del Estado asegura que las detuvieron mujeres uniformadas.
A Vanessa le tocaron el trasero, se lo apretaron. La subieron a la patrulla a jaloneos; le lastimaron el cuello. Todavía puede mostrar la marca que le dejaron. Otras estudiantes también compartieron con la reportera imágenes de las lesiones que sufrieron: moretones en brazos, espalda, cadera y piernas. A Tania la agarraron a patadas por no subirse rápido a la parte trasera de la camioneta donde estaban hacinando a las estudiantes; no podía, le temblaban las piernas.
El saldo de la detención, por los presuntos delitos de motín, pandillerismo, robo con violencia, atentados contra la paz e integridad corporal y patrimonial de la colectividad, fue de 91 estudiantes, 74 mujeres y 17 hombres, y cuatro indígenas desplazados de Chenalhó, entre ellos dos niños, quienes acompañaban a los normalistas en sus actividades.
Hostigamiento y abuso sexual
Cuando las normalistas llegaron a la Fiscalía, las policías las manosearon, les golpearon la vagina con las dos manos en escuadra, les apretaron los senos, les metieron la mano en la ropa en busca de teléfonos u otros objetos y las desnudaron frente a policías hombres. Les decían que los tocamientos eran parte del protocolo.
“Una policía me dijo que me quitara la ropa. Yo le decía que no, porque no tenía puerta y había policías allá afuera y estaban viendo todo. Me dijo que lo tenía que hacer. Por miedo accedí. Me dio mucho coraje no poder decir nada”, dice Tania.
Durante su estancia ahí, Vanessa recibió un acoso permanente de policías que amenazaban con violarla. Una policía le ordenó quitarse toda la ropa, pese a que le dijo que tenía su periodo menstrual.
“Yo sentí mucha inseguridad porque los policías estaban ahí. No era un cuarto seguro. Cuando me levanté el brasier, la policía me metió mano… ‘No sé qué buscas –le dije–, el teléfono ya me lo quitaron’”.
La madrugada del 19 de mayo, antes de que se cumplieran 48 horas de su detención, sin avisar a sus familiares y abogados, las trasladaron junto a sus compañeros por la puerta trasera de la Fiscalía al penal de El Amate, a más de 70 kilómetros de distancia. En ese momento, no sabían a dónde los trasladaban.
Era de noche y la carretera estaba muy oscura. Cuando Tania preguntó a dónde las llevaban una policía le contestó que a un lugar del que sólo podría salir si sus papás tenían mucho dinero.
“No sabíamos qué iba a pasar, si era el último día que íbamos a ver la luz de la luna, la noche. Estábamos aterradas. Algunas compañeras iban llorando”, explica.
Vanessa dice que las policías no dejaban de hablar de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Una compañera le iba agarrando la mano y temblaba, y ella abrazaba la bolsa que le había dado su mamá horas antes, cuando la pudo ver unos minutos en la fiscalía. La bolsa tenía una botella de agua, papel de baño y unas galletas. “Yo pensaba, ‘¿A dónde nos van a ir a tirar?’, porque atrás venían camionetas particulares. Yo dije, ‘Sí, nos van a matar’”.
Pero las últimas palabras de su mamá la hacían fuerte: “Hija, nunca te voy a dejar y aquí voy a estar en pie de lucha con todos los papás”.
Después de que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos manifestó públicamente su preocupación por los abusos policiales y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos exigió una investigación sobre el uso excesivo de la fuerza, en medio de protestas de estudiantes de otras normales rurales en el país, un juez determinó que las 74 mujeres fueran vinculadas a proceso, que enfrentarían en libertad condicional.
Además dispuso como medida cautelar que tendrán que acudir a firmar cada 15 días y les impuso restricciones para participar en protestas. Luego de dos semanas, también fueron liberados con cargos los otros estudiantes y dos personas en situación de desplazamiento forzado.