Una de las cosas que más atraen mi atención es el funcionamiento de la memoria. ¿Cómo es que recordamos; cómo se almacenan las vivencias en nuestra mente? ¿Se trata de imágenes, pensamientos, sensaciones? ¿Cuáles son los mecanismos del olvido, por qué recordamos y por qué olvidamos; por qué distorsionamos los hechos?…
Es como si nos enfrentáramos con un océano de experiencias, de situaciones vividas y de personas conocidas, conversaciones, gestos, tonos, olores, sabores, etc., todo debidamente almacenado en el cerebro, pero que en general permanece también olvidado, hasta que algo; alguien, tira un anzuelo en este mar profundo, y trae a la luz de la conciencia a una persona, un hecho, que hacía siglos –es un decir- no recordábamos…
Así me ocurre con esto que le voy a contar ahora, y que debió haber ocurrido hace poco más de 30 años; meses más, meses menos, y que recordé hace unos meses, con motivo de la muerte del comandante Lupillo Esparza, que en la imagen aparece en el crucero de Juárez y Madero, dirigiéndose a un grupo de niños casi de leche.
De seguro muchos en Aguascalientes tenemos una historia en la que interviene el comandante Lupillo; algo que le agradecemos, por lo cual se ha convertido en todo un personaje. Aquí le va la mía. Curiosamente no recuerdo qué sucedió después, ni como fue que mi hijo mayor, entonces de unos cinco años, y yo, llegamos a la farmacia que estaba en la esquina sur poniente de las calles Juárez y Rivero y Gutiérrez; una botica que ya no existe, aunque sí el edificio, que ahora alberga un restaurante de comida rápida.
Mi recuerdo comienza en la caja del establecimiento, entre islas abarrotadas de productos, y ese aroma característico de las farmacias. Había pagado y recogido mi mercancía, y entonces voltee para abajo, para tomar a mi niño de la mano y regresar a casa, pero no estaba… Lo busqué entre las islas, y luego salí corriendo, entré en el Parián. Nada; no estaba ahí, y yo gritaba llamándolo por su nombre, que es en parte el mío; volviéndolo a nombrar, y lo hacía como nunca antes, ahogándome en la desesperación y el esfuerzo de la carrera, viendo las expresiones compasivas de la gente que me escuchaba; que me veía, sintiéndome perdido sin él, sin su presencia, sin esos inicios de dominio del idioma en su lengua, que en su voz se refrescaba, adquiría un nuevo significado y una luminosa inocencia, las palabras distorsionadas, recreadas a su manera. Sin sus grandes ojos oscuros me imaginé, y seguí corriendo. Salí de la Parián e instintivamente corrí por Allende, hasta 5 de mayo, y entre tanto lo imaginé perdido, sin su madre y sin su hermana, sin el Cendi de la señora Martha del Villar, al que iba cada mañana; sin Juan Pestañas, la canción de Cri-Cri que le cantaba antes de dormir, mientras le ponía el pijama.
Nada; no estaba por ningún lado, y yo sentía que el tiempo se me venía encima. La tarde era tierna, aún, pero ya el Sol buscaba su querencia tras el Cerro del Muerto. Todavía lejos, sobre el Océano Atlántico, la noche se abría paso en el firmamento, y no tardaría mucho en convertir la tarde de Aguascalientes en estrellas cintilantes.
Ese día, en ese momento, cruzó por mi mente la peor idea de las muchas malas ideas que he tenido hasta este día: la de regresar a casa sin él, de enfrentar los ojos de su madre, de su hermana, sin él. Entonces me imaginé caminando toda la noche al revés, en busca de mi niño, mi hijo.
En fin. De 5 de mayo me fui a la plaza, buscándolo entre la gente, nombrándolo una y otra vez, con el deseo imposible de que la sola fuerza de mi palabra resultara suficiente para convocarlo y traerlo de regreso a mi lado.
Ahora, con la distancia de los años, mientras le doy vueltas a mi recuerdo, a la farmacia y al Parián; mientras escribo estas líneas; me pregunto por qué hice ese recorrido, y no otro; pude haber ido rumbo al mercado Terán, o hacia la Madero por Morelos, o una infinidad de posibilidades.
Pero no. Para mi fortuna hice el recorrido correcto, del Parián por Allende hasta 5 de mayo y de ahí a la plaza, en donde lo encontré, dirigiendo el tráfico de la mano del comandante Lupillo Esparza. Estaba comiendo una rebanada de sandía, todo chorreado, los ojos concentrados en la fruta, como buscando en donde hincar el diente para la siguiente mordida… Casi puedo imaginarme la escena; casi. El niño habría caminado por ahí, y entonces el policía lo encontró, solo, y supuso que estaba perdido, y lo llevó consigo, a la espera de que aparecieran sus familiares, o quizá se habría comunicado con la dependencia pública indicada para estos asuntos, y esperaría que alguien llegara a recogerlo para ponerlo a resguardo, y entre tanto le compró la rebanada de sandía, para tranquilizarlo.
En fin. Bien pudo haber sido aquella la parábola del padre perdido y hallado en la plaza, porque el niño estaba tan tranquilo; muy quitado de la pena, muy en paz, de la mano del servidor público, comiéndose la sandía. Entonces, de verlo así, confiado, concentrado en la fruta, sin miedo alguno, confrontada esta imagen con los minutos de terror que viví; de angustia suprema que experimenté, ese estado de tremenda desesperación, supe que el que se había perdido era yo, y que en ese momento; justo en ese momento en que volví a ver a mi niño, me había encontrado; reencontrado.
Desde entonces, cada vez que vi al comandante Lupillo lo saludé y volví a agradecerle su gesto. Ahora que ya no lo voy a ver jamás, escribí la experiencia a manera de testimonio de un servidor público ejemplar.
Aquel fue el mejor día del padre de mi vida; el más feliz, y en pleno mes de… ¿En qué mes ocurrió esto? No lo sé; esa es una de las mil cosas que he olvidado. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].