Según la cosmovisión cristiana, Adán fue el que le dio nombre a las cosas. Él dijo el árbol se llamará árbol, la piedra, piedra, eso será el cielo y aquellas las nubes, y aquello que los surca serán los pájaros. En ningún lugar dice cuál fue la primera cosa que nombró, aunque no importa. Lo importante es el poder de dar nombre a las cosas. Recorrió todo el Edén nombrando las cosas y tal vez esa fuera su verdadera misión en aquel paraíso y una vez que terminara Dios lo mandara a la Tierra no sólo a sufrir sino a nombrar las cosas, a darles aliento en la boca de la persona que la nombrara y hasta que se nombren todas las cosas será que podamos regresar al Edén. Es una posibilidad, sin embargo, lo único cierto es el poder de Adán de nombrar. ¿Cuántas personas tienen la posibilidad de nombrar algo? Y no me refiero a palabras personales, porque de esas todos tenemos, sino palabras que permearán en toda la sociedad, en todo el mundo. ¿Adán se lo preguntaba?, ¿se imaginaba lo grande que sería su prole y la variedad de lenguas que hablaría, la cantidad de tierras que habitaría? No, porque su poder era dar nombres, no imaginar un futuro. Somos los herederos de Adán no por formar parte de su descendencia, sino porque seguimos nombrando las cosas.
Pero para nombrar hay que enfrentarse a la incomprensión. Saber que la palabra internet es, en realidad, una palabra que venía del inglés, almohada del árabe, tiza del náhuatl, papa del quechua, restaurant del francés. Para nombres hay que aceptar otras lenguas que no son la nuestra. A eso no se enfrentó Adán porque todos hablaban su lengua y decían sus mismas palabras. Sólo cuando se confundieron las lenguas fue que comenzó esto.
De ahí que uno de mis mitos cristianos favoritos es el de la Torre de Babel. En él, los humanos se reunieron para construir una torre que llegue al cielo, Dios, al mirar que los hombres quieren alcanzarlo con una construcción mortal los condena a hablar diferentes lenguas para que no se comprendan y no terminen la torre. Una de las interpretaciones sería que, con ello, Dios sembró con ello la primera gran discordia entre toda la humanidad para que no pudieran comunicarse, para que no se sintieran como un solo pueblo y comenzarán los conflictos por no poder comunicarse.
El punto clave del mito no es el desafío hacia Dios por quererlo alcanzar por medios materiales y no espirituales, sino el de la comunicación: si no comprendemos lo que nos están diciendo, no comprendemos a la otra persona; si no comprendemos las palabras, no comprendemos el mensaje. De ahí que Dios cambiara todas las lenguas, que la codificación de mensajes se hiciera el problema a vencer en la humanidad. El problema no son las guerras, es que no comprendemos al otro porque habla otro idioma, o si habla el mismo, no comprendemos lo que nos quiere decir y no nos tomamos el tiempo para hacerlo.
Sin embargo, a lo largo de la historia se ha visto que las personas sí quieren entenderse. No buscan solamente traducir las palabras, sino apropiarse de la lengua, de los usos y costumbres, darse cuenta que aunque la palabra para nombrar una silla es diferente, se refieren al mismo objeto; que hablar de la palabra amor es hablar de un mismo sentimiento; que decir la palabra muerte es triste; que mencionar la palabra hambre es doloroso. Todas las lenguas comparten esa función: comunicar. Y en realidad hay pocas cosas que cambian entre un país o territorio donde se habla una lengua y otro donde se hable otra distinta. Todas refieren al ámbito de las acciones humanadas, de sus relaciones, inquietudes, sentimientos, sensaciones, medio ambiente, etc. Claro, habrá cosas específicas en cada lugar, sin embargo, estas palabras son pocas en comparación con las demás.
La corte de Alfonso X, el Sabio, el rey español de hace casi mil años que tuvo entre sus estudiosos a cristianos, árabes y judíos que traducían libros de sus lenguas al español que apenas comenzaba a adquirir prestigio es un ejemplo de esos esfuerzos. Sabía que menospreciar a otro pueblo por sus usos y costumbres era una cuestión de lengua. Si no se podía comunicar con ellos, si no lograba entender lo que decían, lo que estudiaban, lo que comunicaban, jamás entendería a los otros pueblos y su propio pueblo no podría beneficiarse de ello. El conocimiento no importa el idioma en el que esté escrito, es conocimiento. Alfonso X se enfrentó al sueño de Babel. Sabía o intuía que la riqueza de mezclar lenguas, de conocer cómo se nombra en otros lados y no pintar líneas de lenguaje.
Me extraña que muchos defiendan el sueño de Babel cuando piden que se defienda la “pureza del español” ante las “embestidas del inglés”. Ni siquiera la RAE, cuyo lema es “Limpia, fija y da esplendor”, asevera semejante despropósito. El español no es puro, nunca lo ha sido ni lo será. El español, como todas las lenguas del mundo se enfrentan al sueño de Babel, pues en su seno contiene palabras de muchas lenguas. Contienen la intención de comunicar y comprender.
La realidad es que la humanidad ha creado formas para comunicarse utilizando el lenguaje, ya sea en las formas, en los traductores o en los mismos formatos en los que se escribe. La historia del desarrollo de la humanidad es también la historia de la humanidad enfrentándose al sueño divino de Babel.