La Biblia llama Satán a quien para los hebreos es nuestro mayor adversario: aquél que busca conseguir su fin a costa del nuestro. En su cosmovisión, trasladada al cristianismo, al ángel caído que busca condenarnos mientras luchamos por la salvación en nuestro paso por esta vida. Emmanuel Carrère, famoso por sus novelas de no ficción, tituló L’Adversaire a su obra más conocida: la historia de Jean-Claude Romand, un farsante que, incapaz de salir indemne de sus colosales mentiras, terminó por matar a su familia y fallar en su intento posterior de suicidio.
Adversario es aquél que, de lograr su fin, hace que no alcancemos el nuestro. En un contexto deportivo o bélico, adversario es contra quién competimos: su victoria es nuestra derrota y a la inversa. Adversarios sólo los hay si existe la posibilidad de la derrota. Hay adversarios sólo si puede haber perdedores; pero en muchos otros contextos ganar no significa que el otro pierda: podemos ganar ambos. Quizá por ello, en contextos donde podemos ganar todas y todos la adversarialidad es un despropósito.
En la arena política la adversarialidad es ante todo electoral. A la política, pensada en estos términos, se le suele definir como la lucha reglamentada por el poder. Y es que es así: la belicosidad electoral parece inevitable cuando lo que se busca es el poder. Gano yo, y al ganar, pierdes tú. Pero ¿la política se reduce a las guerras electorales? No debería, y no siempre es el caso. La batalla electoral es sólo un aspecto de la política, el cual puede reducirse y, quizá, como ha defendido la politóloga Hélène Landemore, podría evitarse por completo.
En sistemas democráticos maduros se intenta que las batallas electorales sean breves y esporádicas. Se sabe: en toda guerra hay bajas, pérdidas y daños. Todo depende de la intensidad y duración de la batalla. En contextos fuertemente polarizados, las pugnas electorales dejan a la esfera pública (y, en muchos casos, también a la privada) maltrecha y agitada. Es tarea de la persona victoriosa, cuando ha alcanzado el poder, tratar de unir a la población y dejar de lado la crispación social. Nunca es fácil: el caso reciente de Joe Biden resulta ilustrativo. Nuestro vecino del norte no ha superado ni superará en un corto plazo las agrias y profundas divisiones sociales, en parte fruto de campañas electorales violentas e incivilizadas. La duración también es una variable: se busca en ocasiones que la guerra electoral sea breve, contenida y esporádica. ¿Es posible gobernar un territorio que vive de manera constante un clima electoral? Lo dudo. En tal caso, gobierno y oposición combaten durante las campañas, y en los breves tiempos de aparente calma airean desacuerdos, profundizan enconos y se preparan para la próxima batalla.
Gobernar se trata de lo político, no de la política: de los problemas públicos que afectan nuestra vida común, y en cuya resolución debemos aspirar a ganar todas y todos. En particular, debemos aspirar a que nadie pierda. Los gobiernos democráticos maduros gobiernan para la totalidad de su población, incluso marcan distancia de los partidos políticos que los llevaron, en cuanto plataformas políticas, al poder (leo con agrado que Luis Donaldo Colosio Riojas ha hecho esto mismo con respecto a Movimiento Ciudadano para su futuro periodo como alcalde de Monterrey).
Terminada la guerra electoral, quienes gobiernan deberían carecer de adversarios. Es un despropósito gobernar siguiendo la lógica electoral. No obstante, muchas y muchos políticos se han percatado de que la adversarialidad política constante da buenos réditos. Incluso, hay quienes durante la campaña claman un “amor y paz” y cuando gobiernan no dejan de señalar a sus “adversarios”. Llevar la lógica electoral al gobierno hace que una parte de la ciudadanía gane y otra pierda. ¿Qué sentido tiene esto? Parece que hace que la población viva en un encono perpetuo, y en una sociedad polarizada basta con que quien gobierna se sitúe del lado de una débil mayoría. En segundo lugar, la lógica electoral llevada al gobierno hace que evaluemos a éste a partir de su popularidad y no de sus resultados. En último lugar, por tiempo y exposición, favorece en las futuras guerras electorales a quien está en el poder.
Promover consultas populares, referendos, revocaciones de mandato y demás espacios electorales roba tiempo al gobierno, polariza a la sociedad, profundiza los enconos, agría la incivilidad y debilita la unidad social. A nuestras y nuestros gobernantes debemos evaluarnos por los resultados de su gobierno, no por su popularidad mensual. La adversarialidad política, de existir, debe reducirse al máximo. Los buenos gobiernos siempre buscan la unidad.