Se usa el concepto de “pensamiento crítico” en la actualidad como una sombrilla: trata de cubrir tantas cosas que deja que la mayoría se empapen. Y es así: su vaguedad permite que la clase política y educativa del país le use como bandera, aunque no se sabe de qué país.
En innumerables discusiones pedagógicas se habla, de manera laxa y poco reflexiva, de una educación de competencias en contra de una de conocimientos. Se ataca a la educación que privilegia la memoria en detrimento de una que fomenta el mentado “pensamiento crítico”. Y es que es difícil estar en contra de la nueva moda educativa porque no sólo no leemos las letras pequeñas, sino que dichas letras no existen. ¿Qué es el mentado “pensamiento crítico”? y ¿por qué resulta tan atractiva su simple mención? Tanta falta de claridad resulta, cuando menos, sorprendente; y de poco o nada sirve acudir a los manuales y a las introducciones, incluso las que pretenden ser de avanzada y que son publicadas en prestigiosas editoriales del mundo. (Basta citar como uno de tantos ejemplos la introducción al pensamiento crítico publicada en la serie “Conocimiento esencial” de la editorial del Instituto Tecnológico de Massachusetts, escrita por Jonathan Haber, que nos deja en el mismo sitio que en un inicio: sin saber qué es, qué no es, y por qué es importante el “pensamiento crítico”).
En otras ocasiones en este mismo espacio he tratado de responder de manera muy general a algunas de estas preguntas: ¿qué no es y por qué es importante el pensamiento crítico? Pero sigue pendiente una cuestión más general: entender la motivación detrás de una moda pedagógica y una política educativa que reúne a tantas y tantos adeptos. No quiero que se me malentienda: llamarle “moda” no implica un juicio peyorativo, sino una simple descripción de un estado de cosas; y, por mi parte, me sumo a ella, en tanto me parece importante subrayar la necesidad de una educación que fomente el pensamiento crítico, aunque disiento de que ello deba ser en detrimento de una educación que también de un peso importante a la formación de la memoria (George Steiner se lamentaba de ello, pues sugería que al día de hoy es cuando menos raro encontrar a una persona que pueda citar de memoria los versos de un poema, lo cual es una tragedia).
La motivación detrás de la bandera del “pensamiento crítico” no ha sido articulada, pienso, de manera convincente dentro de la academia en el último siglo. Debemos a John Dewey, el pragmatista norteamericano, el último intento más o menos sistemático de presentar la necesidad pública de formar el pensamiento crítico de la ciudadanía en una democracia, y de dar algunas pinceladas a sus fundamentos pedagógicos. No obstante, como muchas veces, a mí me convence más regresar a los clásicos del pensamiento moderno y a los fundamentos del humanismo. Montaigne, en sus ensayos sobre “La pedantería” y “La formación de los hijos” ya tenía en mente una clara justificación de la necesidad del pensamiento crítico: “En verdad, la solicitud y el gasto de nuestros padres no tienen otra mira que amueblarnos la cabeza de ciencia; en cuanto al juicio y a la virtud, pocas noticias. Grítale a nuestro pueblo de alguien que pasa: ‘¡Oh, qué hombre más docto!’. Y de otro: ‘¡Oh, qué buen hombre!’. No dejará de dirigir la mirada y respeto hacia el primero. Debería haber un tercero que gritara: ‘¡Oh, qué cabezas más torpes!’. Nos preguntamos de buena gana: ‘¿Sabe griego o latín?’, ‘¿Escribe en verso o en prosa?’. Pero lo principal es si se ha vuelto mejor o más sensato, y eso es lo que se olvida” (I, 24, 169-170). Y continúa más adelante: “Habría que preguntar quién sabe mejor y no quién sabe más”.
Algunos pedantes suelen despreciar uno de los textos más inteligentes y sensatos que se escribieron en la segunda mitad del siglo veinte, quizá porque no lo ven a la altura de las cumbres narrativas de su autor, o quizá por su género (un discurso de graduación). En “Esto es agua” David Foster Wallace articula la motivación central del pensamiento crítico, la cual ha dado fundamento a las escuelas de artes liberales en los E.E.U.U: “…yo sostengo que esto es lo que va a acabar siendo el valor verdadero de su educación de humanidades: cómo evitar vivir sus cómodas, prósperas y respetables vidas adultas estando muertos, siendo inconscientes, meros esclavos de sus cabezas y de su configuración natural por defecto, que les dice que están extraordinaria, completa e imperialmente solos, día tras día”.
Foster Wallace da en dos clavos, tan sutiles que a los ceremoniosos y solemnes críticos literarios era natural que se les pasaran por alto: importa cómo pensemos (la cabeza bien amueblada de Montaigne), pero importa incluso más qué es aquello en lo que pensamos (a qué le damos nuestra atención, y qué damos y no por sentado); y, somos seres que viven en comunidad, por lo que el individualismo radical es cuando menos un error, cuando más, una tragedia. Otro escritor norteamericano, que era genial para recitar discursos de graduación, vio lo mismo que Foster Wallace en uno de ellos. Kurt Vonnegut así lo resumía: “Los humanistas intentan comportarse de manera honorable sin esperar ninguna recompensa o castigo en la otra vida. Y como hasta ahora nunca hemos visto al creador del universo, servimos lo mejor que podemos a la más elevada abstracción más o menos comprensible para nosotros: la comunidad”.