Cualquiera podría creer que si me refiero al metabolismo social estoy hablando en términos metafóricos. No, no es así, al menos no en sentido lato.
Para el diccionario de la RAE, metabolismo, un vocablo que inscribe en el ámbito de la fisiología, significa “conjunto de reacciones químicas que efectúan las células de los seres vivos con el fin de sintetizar o degradar sustancias”. Ojo, sólo químicas. Y ojo otra vez: no especifica con qué propósito se realiza la aludida síntesis de sustancias.
El término metabolismo fue acuñado por el científico prusiano Friedrich Theodor Schwann (1810-1882), y, en efecto, cuando lo hizo aludía únicamente a los procesos bioquímicos que ocurren a nivel celular. En su obra síntesis (Investigaciones microscópicas sobre la similitud en la estructura y el crecimiento de la fauna y de la flora, 1839) explicó “los cambios químicos… en las partículas componentes de la propia célula, o en el cytoplastema…”, llamándolos metabólicos. Al paso del tiempo se generalizó el uso del concepto metabolismo, para mentar todo el conjunto de procesos mediante los cuales se producen cambios de energía en los seres vivos. La fotosíntesis y la digestión, por ejemplo. Con todo, es conveniente subrayar cómo fue que Schwann construyó la palabra. Por supuesto, acudió al griego: mutación viene de μεταβολή, mutación, cambio, transformación, y del sufijo ismo, del latín ismus, que a su vez procede del griego ισμός, ismós, cualidad, sistema. En corto, la cualidad para cambiar. Así que, en estricto sentido, en última instancia tener un buen metabolismo es estar apto para el cambio…, lo cual es otra manera de decir ser capaz de estar vivo. Vivir es transitar.
Como ya hemos comentado aquí, ocurre que la chamba más importante del cerebro no es encontrar la verdad, explicar el universo, componer sinfonías o diseñar magnas obras de ingeniería. Tampoco es imaginar viajes a la Luna y luego desarrollar la tecnología necesaria para hacerlos realidad. La función principal del cerebro no es razonar. “El trabajo más importante de tu cerebro es controlar tu cuerpo…”, explica la doctora Lisa Feldman Barrett (Toronto, 1963). “Tu cerebro invierte continuamente su energía con la esperanza de obtener un buen rendimiento, como comida, refugio, afecto o protección física, para que puedas realizar la tarea más vital de la naturaleza: transmitir tus genes a la siguiente generación.” La autora de Seven and a Half Lessons About the Brain (Picador, 2021) insiste en que el trabajo más importante del cerebro es hacerse cargo del body budget, el presupuesto corporal. Pues resulta que usted y yo, sus hijos y la gente que mejor y peor le cae, todas las personas, no hacemos eso solos: nuestros respectivos cerebros no funcionan ensimismados en sendos cráneos. Cada cerebro podrá ser una isla, pero se halla en un océano repleto de otras islas, con las cuales puede más o menos comunicarse. Por eso, “cada uno de nosotros interviene en la regulación de los presupuestos corporales de los demás”. ¿Cómo? De manera casi siempre inconsciente, claro, y a lo largo de toda tu vida, “realizas depósitos de algún tipo en los presupuestos corporales de otras personas, así como retiros”, al tiempo que todos los demás seres humanos hacen lo mismo contigo. Hay que recordar aquí que el cerebro cambia permanentemente, toda vez que en él se reconfiguran las conexiones neuronales después de que vivimos nuevas experiencias. O sea, siempre. Por este proceso, la llamada plasticidad neuronal, “los componentes microscópicos de las neuronas cambian gradualmente todos los días, mediante el ajuste y la poda (tuning and pruning).” Por descontado, esto no se hace de a gratis, tiene costos de energía. Recuerdo que, durante la temporada que estuvo estudiando alemán varias horas al día, mi hija MCCO terminaba cada jornada extremadamente cansada, físicamente. Uno de sus compañeros, un neurocirujano colombiano, le explicó que era algo normal, porque aprender un nuevo idioma impone importantes reconfiguraciones en las redes neuronales. Pensar siempre requiere energía, pero pensar distinto la precisa mucho más, y un idioma no es una forma particular de nombrar al mundo, cada idioma es un mundo.
La cercanía o lejanía con los otros cerebros se mide en empatía. Uno puede tener mucha empatía con quien comparte todas las noches la horizontal, con quien duerme, y entonces ese uno es muy afortunado. Pero también puede suceder que no, que la empatía no exista con los que están más cerca de ti físicamente. Es perfectamente posible, incluso común, que alguien se encuentre rodeado de muchas personas y se encuentre solo, aislado. Pero si se establece empatía hay integración, sincronía: al final de cuentas, concordia significa que los corazones de quienes la disfrutan latan al mismo ritmo. “¿Alguna vez has perdido a alguien cercano a ti por una ruptura o la muerte y has sentido que has perdido una parte de ti mismo?”, cuestiona Feldman: “Eso es porque así fue: perdiste algo que te ayudaba para mantener tus sistemas corporales en equilibrio”. Desde la perspectiva de la neurociencia, una ruptura amorosa o el óbito de un ser querido “puede hacerte sentir como si estuvieras muriendo”. Por lo mismo, la soledad constante acelera la muerte.
No basta, pues, procesar bien los alimentos, el aire que respiramos, el sol que nos pega… Cualquier ser humano, requiere un buen metabolismo social. Y no me refiero a elaboradas construcciones conceptuales como las del socioecologismo de Alfred Schmidt (1931-2012), sino directamente a la necesidad biológica que usted y yo tenemos de los demás. La solidaridad, el prejuicio de la confianza, la amistad y el amor son saludables, y no metafóricamente, literalmente. Necesitamos a los demás para estar sanos.
@gcastroibarra