APRO/Rafael Croda
El pasado 29 de abril, un día después del inicio de las masivas protestas contra el gobierno del presidente Iván Duque, el organismo estatal de estadísticas de Colombia reveló que la crisis derivada de la pandemia de covid-19 había hecho crecer la pobreza extrema en 58% y que 7.4 millones de colombianos (15 de cada 100) vivían hoy en esa situación.
Ese dato, que explica en parte el descontento popular que se advierte en las movilizaciones que se desarrollan en todo el país, ha sido omitido de la narrativa de Duque para referirse a las protestas.
El énfasis del presidente es que en las manifestaciones que ocupan las calles y las plazas públicas de las principales ciudades hay “vandalismo extremo y terrorismo urbano financiado por las mafias del narcotráfico”. Y con ese argumento, el mandatario del ultraderechista Centro Democrático ha intentado justificar la violenta respuesta de la policía y el ejército.
Sólo durante la primera semana de movilizaciones, entre el 28 de abril y el pasado martes 4, la policía mató a balazos a 17 manifestantes, uno cada 10 horas en promedio, según un informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, una ONG independiente que además reportó mil 220 personas heridas y 40 desaparecidos durante las protestas.
Para sorpresa de Duque, quien ha sido en los últimos años uno de los más firmes defensores de los derechos humanos de los venezolanos reprimidos por el régimen de Nicolás Maduro, la comunidad internacional no creyó en el argumento oficial de que la policía y los militares que el mandatario envió a las calles enfrentaban una “amenaza terrorista”.
Decenas de videos grabados por ciudadanos desde sus celulares han mostrado a policías disparando a civiles desarmados y golpeando a personas indefensas.
La Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y la oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos (ACNUDH) condenaron “el uso desproporcionado de la fuerza” por parte de la policía colombiana y llamaron al gobierno a pedir a sus agentes del orden “la máxima moderación” para evitar “más pérdidas de vidas”.
Las condenas al gobierno de Duque subieron de tono luego de que una misión internacional de defensores de derechos humanos que visitaba la suroccidental Cali, epicentro de las protestas y la represión, fue amenazada y acosada el lunes 3 por policías y militares, según denunció la oficina de la ACNUDH.
La portavoz de la oficina, Marta Hurtado, recordó a las autoridades del Estado colombiano “su responsabilidad de proteger los derechos humanos, incluido el derecho a la vida”.
A esas alturas, la noticia de la represión y las muertes de manifestantes en Colombia ya daba la vuelta al mundo y de todas partes llegaban mensajes de indignación.
“Pido al gobierno de mi país”, tuiteó la cantante Shakira, “que tome medidas urgentes”, que “PARE YA la violación a los derechos humanos y restituya el valor de la vida humana por encima de cualquier interés político”.
El dilema de Duque
Oliver Wack, gerente para Colombia y la región andina de la consultora de riesgos Control Risks, considera que la situación “se le salió de las manos” a Duque y ahora el presidente se debate entre responder a los llamados a la moderación que ha hecho la comunidad internacional o a los llamados de su partido, el uribista Centro Democrático (CD), a intensificar la represión.
En entrevista con Proceso, el especialista en análisis de riesgos dice que al mandatario “no le gusta quedar como el malo, sobre todo a nivel internacional”, y entonces cabría esperar “un llamado a la tropa, a las fuerzas policiales, a moderar su accionar” frente a los manifestantes.
Pero por otra parte, una investigación independiente de los abusos de policías y militares y un repudio público de las violaciones de derechos humanos que han cometido son temas que disgustan al CD, un partido que suele observar la protesta social como una acción de “vándalos terroristas” que buscan desestabilizar al país.
Y a Duque, señala Wack, “no le queda otra más que apostarle a su base dura, al uribismo, y es lo que seguirá haciendo, porque no se puede dar el lujo de ir demasiado a profundidad y atacar a su fuerza pública”.
El discurso central del CD es que el medio siglo de guerra que libró el Estado colombiano contra las FARC fue la respuesta legítima a una amenaza narcoterrorista contra una democracia funcional y no un conflicto social y armado con raíces históricas profundas, asociado al robo de tierras y a la exclusión política de amplios sectores.
Esa lectura, que interpreta a la poderosa oligarquía rural y a los segmentos más conservadores del país, es la que prevalece en cualquier análisis del actual gobierno sobre la conflictividad social.
Para el uribismo, tras las demandas ciudadanas legítimas se agazapa una “subversión narcoterrorista” interesada en sembrar el caos.
Hay evidencias de que comandos urbanos del guerrillero Ejército de Liberación Nacional, de las disidencias de las FARC que no se acogieron al acuerdo de paz y del grupo subversivo “FARC-Segunda Marquetalia”, que encabeza Iván Márquez, actúan como infiltrados en las protestas para incitar a los manifestantes a atacar a la policía y a cometer actos vandálicos.
Entre las personas que han muerto por disparos durante las protestas figura un policía, el capitán Jesús Alberto Solano, y el martes 4 un grupo de encapuchados incendió en un barrio del sur de Bogotá un puesto de la policía con 10 uniformados en su interior, que lograron escapar entre las llamas; cinco de ellos resultaron heridos.
“La escalada de violencia es brutal”, dijo la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, la madrugada del miércoles 5, al reportar que en las últimas horas habían resultado heridos 30 civiles y 16 policías, y 104 autobuses del transporte público de la ciudad habían sido atacados por desconocidos, lo que obligó al sistema a operar varios días a 60% de su capacidad.
La ONU ha reportado que “la mayoría de las protestas han sido pacíficas”, lo cual han constatado también integrantes del cuerpo diplomático acreditado en Colombia. La observación internacional ha dificultado la intención del gobierno de estigmatizar la protesta social para justificar la represión.
“El argumento del gobierno de que aquí en la calle hay narcoterroristas y que hay que sacar al ejército para combatirlos quizás funcionaba hace 20 años, pero hoy no. El uribismo está absolutamente equivocado en creer que eso va a convencer a alguien a nivel internacional”, asegura Wack.
El analista señala que las protestas en Colombia no son nuevas ni son un asunto exclusivamente colombiano.
“Las vimos en 2019 en toda la región y las vimos en los últimos meses en diferentes países en la etapa pospandemia”, dice Wack, “porque es lógico que la gente salga a protestar cuando está en una situación bastante complicada”.
En el reporte sobre pobreza, divulgado el 29 de abril, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia señaló que los pobres llegaron el año pasado a 21 millones de personas, cifra equivalente a 42.5% de la población del país y mayor en 3.5 millones a la de 2019. La pobreza extrema pasó de 9.6% a 15.1% en el mismo lapso, lo que significa que ese indicador social creció 58% entre 2019 y 2020 por la pandemia.
En medio de la emergencia sanitaria, el gobierno de Duque implementó un programa de transferencias para las familias más pobres del país, que ha implicado desembolsos equivalentes a 0.45% del PIB, un porcentaje lejano a la media de ayudas sociales giradas en América Latina en esta pandemia.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe ha recomendado invertir en este esfuerzo entre 1% y 2% del PIB, lo que han hecho países como Chile, Brasil y Perú. El efecto ha sido una mayor contención en el aumento de la pobreza.
El gobierno de Colombia ha sido criticado por la oposición y algunos medios por su generosidad con las grandes corporaciones, a las cuales ha apoyado con capital de trabajo y garantías de endeudamiento.