Supresión institucional y cambio constitucional/ El peso de las razones - LJA Aguascalientes
25/11/2024

Las instituciones han sido objeto de estudio de múltiples ciencias sociales (y humanidades): de la historia, la sociología, la ciencia política, la economía, etc. Se piensa en ocasiones que las instituciones subsumen al individuo y determinan su conducta; en otras, que, aunque moldean la conducta, los individuos pueden escapar a sus restricciones. La filosofía política las ha estudiado desde otro debate: el del liberalismo y el comunitarismo. Mientras el primero concibe a los individuos como islas soberanas, el segundo entiende que las fuentes del yo provienen de un marco institucional que precede a los individuos y enmarca sus posibilidades de acción. Ambas perspectivas tienen un punto, y lo habitual dentro del nuevo institucionalismo es concebir a las instituciones como marcos de acción, aunque al final son los individuos quienes actúan dentro de dichos marcos.

Sean cuales sean las instituciones que tengamos en mente, estas pueden comprenderse, según Robert E. Goodin, como “patrones organizados de normas y papeles socialmente construidos, así como conductas socialmente prescritas que se esperan de quienes desempeñan dichos papeles, los cuales son creados y recreados con el correr del tiempo”. Como tales, existen instituciones al menos en la esfera familiar y de parentesco, en la de la educación, de la política, de la economía, de la cultura y de la estratificación. A través de las instituciones, las organizaciones y los procedimientos adquieren valor debido a que brindan estabilidad y predictibilidad a la conducta. Es por esta razón que valoramos los patrones institucionalizados: nos permiten, entre otras cosas, reducir los costos asociados con la incertidumbre temporal, pues resulta oneroso en diversos sentidos modificar sin más y continuamente las reglas del juego social que sea.

Resulta muy complicado pensar en principios que guíen de manera generalizada y acertada el cambio social que implica el diseño y rediseño institucionales. No obstante, dos emanan de la misma naturaleza de las instituciones. Dada la falibilidad humana, es cierto que se espera que las instituciones tengan algún grado de flexibilidad que permita su revisión, aunque no al grado en que comprometa su estabilidad. Por ello, en segundo lugar, se espera que sean también sólidas. En palabras de Goodin: las instituciones “deben adaptarse a las nuevas situaciones sólo de maneras que resulten adecuadas a sus aspectos novedosos pertinentes; deben cambiar fundamentalmente sólo en los casos en que se produzca cierto cambio fundamental en el universo fáctico o evaluativo, y deben sufrir únicamente adaptaciones superficiales a las nuevas circunstancias cuando no sea así”. Queda claro, entonces, que es un asunto de buen juicio y prudencia, muchas veces sujeto a una deliberación pública intensa y sensata, el cambio social resultante del diseño y rediseño institucionales.

Pensemos ahora en el caso de las instituciones políticas, y en particular en su joya de la corona, las constituciones. Goodin nos pide lo siguiente: “Reflexionemos por un momento acerca de la naturaleza de las constituciones. Se supone que son, por naturaleza, estables en el tiempo y difíciles de cambiar. Por esa razón, normalmente incluyen requisitos que exigen mayorías especiales y procedimientos agravados para poder enmendarlas y reformarlas. Pero, si reflexionamos sobre ello, la razón por la que las sucesivas generaciones se han sentido obligadas por esas normas es, por cierto, un misterio. Los Padres Fundadores no eran semidioses humanos. Lo que hicieron fue simplemente borrar un conjunto de acuerdos institucionales y comenzar de nuevo. ¿Por qué las generaciones sucesivas deberían sentirse obligadas a vivir según sus normas para la enmienda de la Constitución, en lugar de sentir que son libres de hacer lo mismo que ellos hicieron en su momento y comenzar, también ellos, desde cero? La respuesta se encuentra, por supuesto, en el valor que todos obtenemos por el hecho de que nuestras actividades estén restringidas por la Constitución precisamente de la manera en que lo están. La inclusión de ciertos acuerdos fundamentales en normas presumiblemente pétreas nos permite asumir compromisos entre nosotros que resultan creíbles, de una manera que no sería posible si estuvieran plasmados simplemente en legislación ordinaria, sujeta a que sucesivas asambleas anuales puedan modificarla o revocarla”.

Dicho lo anterior, preocupa en México la constante supresión institucional (de las instituciones llamadas “neoliberales” desde el Gobierno Federal), y sus consecuencias en la inestabilidad y los costos con ella asociados. El gobierno suprime instituciones, pero no las reemplaza con otras que permitan estabilizar la esfera social. Eso sucede recurrentemente con las instituciones culturales (científicas y artísticas) del país, así como con las educativas, por poner sólo dos ejemplos visibles. Los costos asociados con la supresión institucional se perciben también en la inestabilidad de las instituciones económicas, por lo que no debería sorprender a nadie el nulo crecimiento económico durante el primer año de gobierno, y la caída estrepitosa de la economía durante la pandemia. 

Con respecto a las instituciones políticas, resulta preocupante que nuestra Constitución sufra embates directos, como la propuesta de ampliación del mandato de Arturo Zaldívar, presidente de la SCJN, así como proyectos de enmienda que no responden a cambios fundamentales en el universo fáctico o evaluativo nacional.

A este gobierno parece agradarle la inestabilidad social. Y no debería sorprendernos: dicha inestabilidad puede generar réditos políticos. Puede llevarnos a pensar que la transformación requerirá más tiempo del prefigurado por nuestros gobernantes actuales, y puede hacernos aceptar que las ampliaciones de mandato (sean del poder que sean) son enmiendas constitucionales necesarias en nuestra incertidumbre actual. Pero ésa sólo es una hipótesis: otro anillo al dedo para las elecciones intermedias.

 

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