APRO/Raphaël Morán/Underground Periodismo Internacional
El todavía niño recibe una primera bofetada en la mejilla derecha. Después le siguen una segunda, una tercera, quizá más hasta que los policías lo conducen a una patrulla. Ya en el vehículo un agente se sienta a su lado y lo insulta: “Hijo de puta”, al tiempo que lo tunde a puñetazos. Son tantos, que el testigo de la escena pierde la cuenta.
En la comisaría la lluvia de golpes no cesa. “Son las 17:40 horas y acabo de ser testigo de un caso de brutalidad policial. El joven se quedará en la comisaría”, escribió en su diario el periodista Valentin Gendrot.
El encontronazo entre Konaté, el adolescente parisino de 16 años, y los agentes franceses de seguridad sucedió a raíz de una llamada telefónica de un vecino, quien se quejó de que un grupo de jóvenes escuchaba rap a todo volumen en la entrada de un edificio.
“No me toques”, fue la respuesta del joven Konaté a uno de los agentes que llegaron hasta el sitio y quien antes le dio una palmadita en la mejilla quejándose de que su equipo tenía “otras tareas que cumplir”.
El tono insolente del muchacho le valió una lluvia de golpes de parte del agente que se ensañó con él, en medio de la indiferencia de sus colegas. El hecho quedó registrado en las notas de Grendot, quien durante cinco meses presenció la brutalidad cotidiana en una comisaría del norte de París al infiltrarse como un miembro más de las fuerzas del orden y plasmar su experiencia en el libro Flic: un journaliste a infiltré la police (Poli. Un periodista infiltrado en la policía). La obra tuvo un rotundo éxito desde su aparición y a siete meses de haber sido publicado ya va en su quinta reimpresión, con un total de 7 mil ejemplares.
“Llevo tres meses de infiltración y he visto colegas golpear a un migrante negro en una parada de camión y en un furgón de la policía; a otro migrante marroquí y al joven Konaté y abofetear a varios sospechosos detenidos en la comisaría, siempre árabes o de tez negra”, denuncia Gendrot en el libro.
Como policía auxiliar del distrito XIX parisino, el más desfavorecido de la capital francesa, con una tasa de pobreza que ronda 25%, Gendrot pudo observar desde el interior de una brigada la violencia abusiva, el racismo y la arbitrariedad con la que algunos policías tratan a los jóvenes negros, a los de origen magrebí y a los migrantes. Con una impunidad casi total.
El caso de la golpiza al joven Konaté llegó hasta la justicia y Gendrot, para poder continuar con su infiltración, brindó un testimonio falso que encubría al agresor. El hecho, publicado con la aparición del libro en Francia en septiembre de 2020, generó un debate y críticas en su contra: ¿cuáles son los límites en una infiltración?, ¿es ético no actuar frente a una violación de derechos humanos?, ¿el fin justifica los medios?
En entrevista el periodista se justifica: “Es legítimo hablar del hecho de que no intervine. Pero yo hice esta infiltración para mostrar y denunciar la violencia. (…) Si hubiera reportado los hechos a nivel interno, me hubieran arrinconado y el caso se hubiera cerrado”.
El caso Traoré
El testimonio inédito de Gendrot acrecentó la indignación existente y patente en la sociedad francesa desde la muerte del afroamericano George Floyd, asfixiado por un policía en una labor de inmovilización en Minneapolis, Estados Unidos.
En mayo y junio de 2020 miles de jóvenes franceses –muchos de ellos hijos o nietos de migrantes de las excolonias– salieron a las calles a protestar, convencidos de las similitudes entre el racismo policial estadounidense y la violencia de la que son víctimas por parte de la policía y la gendarmería francesa. Las inéditas movilizaciones que surgieron entonces fueron encabezadas por Assa Traoré, hermana de Adama Traoré, quien en julio de 2016 murió tras su detención por la policía, en el norte de Francia.
En octubre de 2020 la justicia francesa reconoció abiertamente y condenó el proceder discriminatorio de su policía. Incluso un tribunal condenó al Estado francés a indemnizar a 11 personas que sufrieron controles arbitrarios, golpes, bofetadas e incluso un intento de estrangulación por parte de un grupo de uniformados en el distrito XII de París.
Pero pese las condenas en tribunales, los informes de ONG como Amnistía Internacional –que denuncian el uso desproporcionado de la fuerza durante las manifestaciones–, las alertas de sociólogos como Fabien Jobard –que afirma sin rodeos que existe un esquema de racismo sistemático en la policía además de una “radicalización” de la represión policial de las manifestaciones– y los testimonios de las víctimas, el Ejecutivo francés se resiste a reconocer el problema.
El portavoz del ministro del Interior, Laurent Nuñez, afirmó en junio pasado que “no hay racismo en el seno de la policía”. Por su parte, el presidente Emmanuel Macron rechazó el uso del término “violencia policial” cuando se le interrogó sobre el aumento exponencial del número de quejas por abusos policiales –triplicada en los últimos cinco años– en el marco de las manifestaciones de los Chalecos Amarillos en 2019. El mandatario reconoció sólo la existencia de “policías violentos”. Este debate semántico ilustra la dificultad de los gobernantes franceses para mirar de frente esta realidad incómoda.
Por si fuera poco, el Estado francés carece de estadísticas para contabilizar los casos de brutalidad policial. El Observatorio Nacional de la Delincuencia reporta, por ejemplo, los casos de violencia contra bomberos y policías, pero no de estos contra civiles. El único termómetro del que se dispone para medir tendencias son las quejas de los mismos ciudadanos por abusos de agentes de la fuerza pública; cifras que sólo son públicas desde 2017.
Según la Inspección General de la Policía Nacional (IGPN, cuerpo de auditoria interna de la policía francesa), en 2019 se abrieron 868 investigaciones judiciales por violencia policial contra ciudadanos, una cifra 41% superior a la de 2018. Los datos de 2020 aún no se publican.
Y a pesar de las exhortaciones de varios sectores de la sociedad civil para remediar el racismo en la policía francesa, la IGPN dejó de contabilizar las infracciones por insultos racistas en su informe más reciente.
Organizaciones de la sociedad civil han denunciado de manera recurrente esa tendencia de la policía –conocida como “délit de sale gueule” (delito de cara fea) o racial profiling (perfil racial)– de priorizar la revisión de documentos de identidad a ciudadanos de tez morena o con rasgos árabes y magrebíes. El expresidente François Hollande (2012-2017) prometió incluso obligar a los policías a entregar un comprobante de control cada vez que se revisa a un ciudadano en la vía pública. Tal promesa suscitó esperanza entre las organizaciones de defensa de los derechos civiles; sin embargo, nunca fue cumplida.
En 2017 la Defensoría de los Derechos de Francia publicó un informe demoledor sobre los controles de identidad, en el que se constata que los “jóvenes percibidos como negros o árabes tienen 20 veces más probabilidades de ser controlados por la policía.
Un infiltrado en la policía
Fue justamente con el afán de entender las controversias sobre la policía francesa que Gendrot se infiltró durante dos años en los cuerpos de seguridad franceses.
Su plan se inició con una formación de apenas tres meses en una escuela y continuó con una inmersión de cinco meses en una brigada parisina con el grado más bajo de agente policial. Una experiencia inédita detallada en el libro que desde el 20 de enero se encuentra también en español.
Para varios miembros de la brigada descrita en el libro, humillar, hostigar, golpear y detener fuera de cualquier marco legal a los jóvenes de los barrios populares parece la norma. “En un año, detuvimos a cerca de 6 mil personas y golpeamos a casi la mitad de ellas”, se ufana ante el periodista infiltrado un colega.
Sobre estos abusos recurrentes en su brigada, Gendrot observó que “eran siempre los mismos cinco o seis policías que cometían esta violencia. Una violencia aceptada por los otros agentes que no son violentos. La gran mayoría que usan estos métodos no dicen nada”, relata en la videoentrevista con este medio.
El periodista independiente narra la omnipresencia de la violencia física y verbal de corte racista. “Bastardos”, “crouilles” (palabra despectiva para designar a los árabes durante la colonización francesa del norte de África) y “gris”, son algunos de los calificativos racistas que remiten al pasado colonial francés, usados por los policías y que llegaron a los oídos de Gendrot durante su infiltración.
“Es un poco tabú. Varias veces he visto a personas recibiendo golpes de un agente en la comisaría o en la calle. Los demás policías veían todo pero no decían nada. Y yo tampoco. Hablar de esas escenas con otros colegas era extremadamente complicado. Todavía más lo hubiera sido abordarlo con un comisario o un comandante de policía”, dice Gendrot.