I
Para Carlos Fuentes –quizá mi escritor favorito– “el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir”. “Cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir, en el acto infinito de leer”. El libro, un objeto prácticamente inalterado desde su invención, produce el maravilloso efecto de convertir el espacio y el tiempo en lenguaje; en –vuelve a decir Fuentes– un sistema descriptivo abierto y relativo donde cada observador puede percibir las circunstancias de modo diferente. En este sentido, la ocasión que hoy nos convoca bien puede servir de pábulo para reflexionar sobre el libro y la memoria; es decir, sobre la forma en que la palabra escrita se convierte en vehículo idóneo para preservar no solo la vida que uno vivió, sino la vida que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla, conforme explica el célebre epígrafe con el que se abren las memorias inconclusas de Gabriel García Márquez.
Pues bien, hace poco más de un año recibí la gentil invitación de Marcela López Serna y Rubén Díaz López para escribir una contribución en el libro de crónicas sobre la epidemia de coronavirus que apenas comenzaba a cundir en el país. La idea me llamó la atención de inmediato. Desde luego, el confinamiento recién decretado brindaba la oportunidad perfecta para dejar constancia escrita de un acontecimiento sin precedentes. Así nació Decame-ron. Crónicas hidrocálidas de la pandemia como un hijo de su propio tiempo. Estábamos ante la primera gran epidemia global en lo que lleva el siglo. Una situación tan extraordinaria como inesperada que a nadie podía dejar indiferente. Si a eso se le suma que el talante de la obra invitaba a la creatividad, ya que las instrucciones consistían tan solo en entregar –a la vuelta de un mes– un texto libre de no más de diez cuartillas sobre la pandemia, el confinamiento y el efecto que las bebidas alcohólicas podrían tener en la suma de tales factores; entonces, no era propicio dejar pasar la chance para montarme en el banquillo de aquellos escribidores.
En aquel abril el ánimo era distinto. Sabíamos que estábamos frente a una enfermedad para la que no había tratamiento específico ni vacuna conocida y que además tenía la capacidad para producir un desenlace fatal entre aquellos desafortunados que padecían del contagio. Sin embargo, creo que todos manteníamos de soslayo una cándida fe de que pronto saldríamos del paso, que los contagios no serían tantos y los muertos se contarían todavía por menos. El tiempo nos desmintió. Poco a poco el optimismo decayó frente a la dura prueba diaria de las cifras siempre crecientes de contagios, hospitalizados y fallecidos. La cosa es seria y no puede ignorarse la huella de desolación que el bicho ha dejado en millones de familias a lo largo del orbe. Empero, quizá en ello estribe otra de las virtudes del Decame-ron; esto es, en preservar la memoria escrita de unos tiempos recios que a pesar de serlo no acallaron la voz de la esperanza, la creatividad y el humor. Así como en aquel antecedente remoto de Boccaccio que se evoca en su propio nombre, el Decame-ron quedará por siempre como un testigo perenne de la persistencia del espíritu humano.
II
Esa “persistencia” no es un recurso de la prosopopeya ni una fórmula vacía; por el contrario, como explica Yuval Noah Harari es el punto focal sobre el que se asienta la capacidad de la especie humana para sobreponerse en la lucha natural frente a otros animales que nos superan en fuerza y facultades. Según Harari la posibilidad de creer en relatos compartidos es “el pegamento mítico de la humanidad”. Tal fenómeno, que podría denominarse también “la fuerza performativa del lenguaje”, hace que el pronunciamiento de ciertas palabras en las circunstancias adecuadas produzca cambios en la realidad que nos circunda. La capacidad de contar y creer historias nos ha hecho llegar a este momento en donde la palabra escrita sirve para convocar el recuerdo y para exorcizar los temores más íntimos que nos acechan.
Expliqué antes que la literatura es una conjugación del tiempo y el espacio cristalizada mediante el lenguaje. Pues bien, semejante definición resulta plenamente aplicable al Decame-ron. El texto, dividido en 10 secciones sugerentemente tituladas, reúne 36 contribuciones de otros tantos autores donde se dan cita la crónica, el relato, el ensayo y la experiencia personal anecdótica sobre la pandemia. Se trata de un sugerente microcosmos literario donde la diversidad engendra la hermosura tanto en el uso del lenguaje como en la pluralidad de las temáticas y enfoques abordados. El lector del Decame-ron encontrará en sus páginas –como explican Marce y Rubén en la presentación– “perfiles variopintos que, desde lo hidrocálido, comparten sus sentimientos, ideas, anhelos y experiencia sin limitación alguna, es decir, ni de espacio, ni género literario. Como en el Decamerón de Boccaccio, en el libro se abordan historias de toda naturaleza: amor, decepción, melancolía, felicidad; y desde una gran variedad de géneros”. Quizá por eso, cuando le pregunté a Rubén qué criterio habían seguido para ordenar los textos me contestó lacónico que “eso era un secreto”.
Con todo, también hay que resaltar la perspectiva local con la que está construido el libro, la cual lo hace especialmente cercano y entrañable. Si se me permite decirlo con esas palabras el Decame-ron es una pieza de micro-historia selecta. Una pieza a la que se podrá volver una y otra vez con lecturas e interpretaciones inagotables. La propia manufactura interna de las contribuciones y la forma en la que están colocadas en las secciones del volumen, maximizan la voluntad libérrima del lector para apropiarse del libro; es decir, para hacer valer sus derechos a leer y releer en el orden que lo decida, para detenerse y continuar cuantas veces lo estime necesario. Como la Rayuela de Cortázar o los cuentos de Borges que se abren a un infinito de posibilidades tan pronto el lector posa los ojos en sus páginas, así el Decame-ron desafía al lector ante la emoción de lo inesperado, ante las ansias de seguir sin descanso desvelando las historias que nos cuentan sus hojas. Con el mismo recurso de Scheherezade, las historias del Decame-ron se desgranan una por una y nos llevan de la noche al alba en un espacio sin término sobre unos días que todos vivimos, pero que vistos a la distancia y bajo la lente de un lenguaje sin aristas y lleno de florituras estéticas adquieren una nueva perspectiva. En el Decame-ron quizá importa tanto lo que se dice, como la forma en que se realiza porque es precisamente la belleza en el dominio del lenguaje lo que hace que, con las mismas palabras del diccionario se pueda escribir una receta de cocina o uno de los sonetos de Quevedo.
Pero aquí no termina la causa de mi admiración por la obra. Según dice mi querido amigo Alfredo Muñoz mi biblioteca es como un altar. En realidad, el calificativo lejos de apostrofarme, me enorgullece. Siempre he afirmado que trato a los libros con la misma reverencia con la que el sacerdote toma la patena en el momento de la consagración. He llegado incluso a comprar un ejemplar para subrayar y otro para conservar sin mácula en el estante. Es por ello que el Decame-ron, me agrada también en sentido estético. En este rubro, no solamente debe subrayarse su manufactura casi artesanal, sino también el hecho de que cada uno de los ejemplares es verdaderamente único ya que tiene un grabado particular que convierte a cada libro en un bien infungible. Los interiores se adornan con bellísimas viñetas aunado a que la caja de texto, la tipografía y la propia conformación editorial evidencian el esmerado y cuidadoso trabajo de sus editores. Por esto, el Decame-ron es también un objeto que concita el deleite estético de una obra bien realizada. Ello justifica el largo tiempo de espera hasta tener el producto terminado. Todos aquellos que antes hemos pasado por el trance del proceso de publicación, sabemos bien que entregado el texto espera un largo interregno hasta ver la página en blanco y negro. Sin embargo, en este caso la incesante espera fue aligerada por la siempre atenta comunicación de Marce y Rubén quienes periódicamente notificaban a los autores sobre el avance del proceso de impresión. Ahora, después de tantas semanas sobre el escritorio cual monje copista de El nombre de la rosa, el producto no desilusiona a ninguno.
III
A la vuelta de tantos meses de contingencia sanitaria, casi tantos como los requeridos en el proceso de gestación del Decame-ron no puedo dejar de referirme a la manera en que el problema del coronavirus sigue siendo, de consuno, igual y diverso.
Es igual, porque después de más de un año de confinamiento intermitente, la cifra de contagios y muertos sigue su crecimiento exponencial. Por ejemplo, cuando escribí mi contribución, alarmado subrayaba que la cifra de decesos por el nuevo síndrome respiratorio alcanzaba las cien mil víctimas. Pues bien, según un artículo de El País publicado el 7 de abril pasado, se estima que la cantidad de fallecidos por coronavirus en México ronda los 321 mil, algo así como 162 por cada 100 mil habitantes. Una de las más altas a nivel mundial, solo comparable con la de aquellos países que, en lugar de ampliar los espacios de la ciencia en la gestión de la pandemia, le hacen frente con argumentos metafísicos de dudosa laya. La cifra, desde luego, es descorazonadora y debe movernos a preguntar qué se ha hecho mal en el manejo de la epidemia. Al menos a mí me queda claro que uno de los graves defectos que la historia venidera habrá de juzgar es la indefinición y, por momentos, la indiferencia de las autoridades sanitarias al frente de la política nacional para la contención del contagio. Según la misma estimación de El País, si se suma el tiempo total de las más de 300 conferencias de prensa del subsecretario López-Gatell tanto en sus apariciones vespertinas como en los mensajes presidenciales diarios, alcanzaríamos la friolera de más de 18 mil minutos consecutivos; esto es tanto como decir que López-Gatell ha hablado sin descanso por 13 días seguidos. Cuánto de esto ha tenido un efecto práctico definitivo en la lucha contra el bicho es un tema por demás incierto.
Pero no solo. La evolución de la epidemia también ha profundizado un aspecto que mencioné ya desde mi contribución al Decame-ron. Me refiero a las diferencias sociales que el nuevo virus respiratorio ha puesto de relieve. No hablo en este caso solo de las diferencias entre los países del primer mundo y el resto de las repúblicas en el subdesarrollo, sino también a las diferencias atribuibles al mérito en nuestro propio país. El ejemplo está en la carrera que desde hace unos meses hemos atestiguado en pos de la ansiada vacuna. Primero, asistimos a una lucha sin descanso por llegar hasta adelante en las filas de los centros de vacunación; luego, poco a poco el interés decayó hasta tal punto que durante unas jornadas los pocos centros de vacunación en el Estado tenían lugares y dosis suficientes para cualquier candidato a la inoculación. Como dice mi amigo Muñoz, así es el camino y qué más.
En su más reciente libro Michael Sandel expone agudamente cómo la sociedad meritocrática ha preterido al bien común bajo la premisa de que cada uno puede llegar tan lejos como sus capacidades lo lleven. Sin embargo, Sandel denuncia las consecuencias equivocadas que el seguimiento a ultranza de esta tesis conduce. Lo anterior es así porque en gran parte lo que somos se debe a hechos de los cuales ni siquiera somos responsables, no solo porque no participemos en ellos, sino porque en muchos casos nuestro destino depende de la inercia, el azar, o la providencia. Hasta el sol de hoy, a mí el Decame-ron me recuerda que –tal vez sin mérito mío– he podido pasar el confinamiento con el amor de mi familia y de Yayita y, además, haciendo lo que me gusta. Si podemos estar aquí para celebrar la publicación del Decame-ron entonces, sin ningún género de duda, debemos llamarnos afortunados y brindar por ello.