Pocas cosas son tan tristes de presenciar como la sonrisa falsa y sostenida de alguien que ondea la bandera de un partido político en un mitin de campaña, con entusiasmo también fingido, el seguidor abanica la espalda del candidato y lo refresca con movimientos mecánicos mientras se abstrae de las mentiras que está diciendo, las que está obligado a escuchar constantemente porque los aspirantes saben que pueden mantener su discurso sin comprometerlo con la verdad.
La intensidad fingida, en general, siempre es triste, esa simulación implica la ausencia del otro, hago como que me entusiasmo cuando en realidad no estoy escuchando, regalo mi apoyo a lo que sea que el otro esté diciendo, porque por adelantado sé que voy a recibir un beneficio. Me remito a los actos de campaña recientes, en todas las entidades del país, pero en especial las de Aguascalientes, una algarabía estruendosa y física que apoya un discurso vacío, la promesa de que aquel a quien se apoya va a ganar.
Sin importar la filiación partidista, todos los candidatos sólo se encargan de repetir que su candidato va a ganar, pero no aprovechan las oportunidades que tienen ante una audiencia para exponer sus ideas, para presentar las propuestas que merecen la victoria en las urnas. Nada justifica que un candidato sea incapaz de presentar su plan de trabajo una vez que gane el puesto para el que se postula, nada, se supone que el partido los ha elegido en reconocimiento al trabajo realizado para cumplir un propósito, por más improvisado que sea el aspirante, ha realizado trabajo al interior del partido para ser designado… y ese es el problema.
Los partidos políticos han dejado a un lado tanto la formación de cuadros como la educación cívica y política de los ciudadanos, sólo representan marcas supuestamente ideológicas que ante la complejidad de los asuntos por resolver ya no pueden gradar sus acciones en la escala que va de la izquierda a la derecha; entonces, antes que la didáctica, se decide por la cooptación, llenar con entusiastas la ausencia de militantes, porque lo que realmente le importa a los partidos es la preservación y ejercicio del presupuesto público.
Para mantener la cuota del erario que les corresponde, los partidos políticos envilecieron la contienda electoral a un concurso de simpatía, responsabilizando a los electores con el mismo criterio de quien produce entretenimiento de basura, ese que se cobija en que al público lo que lo mantenga satisfecho, sin pensar en la calidad, sólo en la fidelidad.
Difícilmente los candidatos podrán darse cuenta de su incapacidad de comunicar cuando los partidos les aseguran auditorios llenos y entusiastas, cuando se le desplaza de una multitud a otra, siempre rodeado de comparsas que ondean banderas, bailan la música de campaña o alientan a la audiencia para que copien los gestos que aseguran que van a ganar.
Además, así mantienen los partidos políticos contentos y tranquilos a quienes hayan elegido para representarlos como candidatos, ajenos al efecto verdadero de sus proclamas pues cada vez que abren la boca lo llenan de aplausos grabados.
Coda. “Quien se adhiere a un partido ha percibido, por lo visto, en la acción y la propaganda de este partido, cosas que le parecieron justas y buenas. Pero jamás ha estudiado la posición del partido en relación a todos los problemas de la vida pública. Al entrar en el partido, acepta posiciones que él desconoce. Así se somete al pensamiento de la autoridad del partido. Cuando, poco a poco, vaya conociendo estas posiciones, las admitirá sin examen”, señala Simone Weil en su Nota sobre la supresión general de los partidos políticos. Indispensable para modificar las reglas del juego de nuestro fracturado sistema de competencia entre partidos.
@aldan