APRO/Irene Savio
En el cementerio de esta ciudad, en el extremo noroccidental de Bosnia, tragedias de ayer y de hoy comparten el paisaje a pocos metros de distancia. En un rincón están los muertos más antiguos, los que perdieron la vida en una de las guerras más cruentas del siglo XX, el conflicto que sacudió este país de 1992-1995, surgido por la desintegración de Yugoslavia. Poco más allá, en un área nueva, rodeada de hierbas y rocas blancuzcas, yacen unos bultos de tierra fresca, enzarzados con unos palos verdes, que esconden tumbas de migrantes fallecidos en 2019 y 2020, muchos de ellos de identidad desconocida.
Es marzo de 2021 y la brecha entre dos mundos ha convertido a Bosnia –último país de la geografía antes de llegar a suelo croata y de la Unión Europea– en el escenario imposible de una crisis humanitaria. Aquí, en esta frontera exterior del club europeo, está una de las últimas rutas entreabiertas para los migrantes que huyen por hambre o persecución y sueñan con alcanzar un lugar seguro en el corazón de Europa. Un camino que las autoridades europeas han intentado blindar, en medio de críticas de ONG y organizaciones humanitarias que denuncian violaciones a los derechos humanos.
No siempre fue así. Hasta hace cuatro años Bosnia, país expulsor él mismo de jóvenes que escapan de la corrupción y falta de empleo, no formaba parte del tablero de las rutas hacia la Unión Europea (UE). Pero el bloqueo de otros caminos, la persistente inestabilidad de países de Medio Oriente y África, y la decisión el año pasado de Grecia de endurecer sus procedimientos para obtener el estatus de asilo, han coincidido con un goteo que la pandemia sólo en parte ha frenado y que ha dejado a muchos –10 mil, según una estimación– atrapados en Bosnia. Así, poco a poco las tragedias están saliendo a la luz, sin que se vean soluciones de largo plazo.
“Una de las primeras tumbas, de 2019, la pagó un grupo de ciudadanos de la zona. Después murieron más”, cuenta Hajrudin Halilovic, médico del hospital de Bihac. “Hacemos lo que podemos, pero nuestra capacidad es limitada”, aclara, al explicar que no fue posible identificar algunos fallecidos porque no llevaban documentos y nadie reclamó sus cuerpos.
Por ello en algunas tumbas han escrito sólo el lugar donde el cadáver fue encontrado y “NN Lice”, persona no identificada. Nermin Kljajic, consejero de Interior de Una Sana, el cantón al que pertenece Bihac, se agita y habla más rápidamente cuando se toca el tema. “Todavía no nos recuperamos de la guerra de 1992-1995 y en los últimos tres años han llegado aquí unos 100 mil migrantes” (70 mil según la ONU), dice.
En los últimos años las autoridades europeas han movido sus peones llevándose la mano al bolsillo. Desde 2015 la UE le entregó a Croacia unos 50 millones de euros para hacer frente a la situación migratoria, una financiación destinada a reforzar su control de las fronteras, hoy también custodiadas por drones y agentes dotados de herramientas de visión nocturna. En paralelo, desde 2015 la UE destinó a Bosnia unos 90 millones de euros para gestionar la llegada de migrantes, incluyendo fondos destinados a la asistencia humanitaria canalizados principalmente a través de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y destinados a la apertura de campamentos de acogida.
Pero las hostilidades han arreciado en múltiples niveles. Las autoridades locales de Una Sana, el cantón fronterizo de Bihac y de mayoría bosnio-musulmana, han criticado a los cantones de mayoría serbia y croata de Bosnia por no querer campos de acogida en sus zonas, y a Sarajevo, por haber solicitado que estas estructuras se levanten en los centros urbanos.
El gobierno bosnio ha hecho filtrar su incomodidad por una situación que considera una descarga de responsabilidades de la UE de un problema mayor sobre un país frágil.
La pandemia no ha mejorado las cosas. A causa del covid-19 se declaró cuarentena en algunos centros y se impidió la salida de quienes estaban allí; se limitaron las actividades de las ONG que, por ejemplo, dan ayuda alimentaria a los migrantes; e incluso se suspendió temporalmente la posibilidad de presentar solicitudes de asilo. Esto en un país en el que obtener una respuesta a una solicitud de asilo puede requerir tiempos muy dilatados, como dice el oficial de protección del Acnur, Morgan Courtney.
“El reto, ahora mismo, es que el sistema está bastante sobrecargado y por eso hay grandes tiempos de espera para soluciones de largo plazo y la integración en el país”, dice Courtney. En 2019 sólo 3% de los migrantes eligieron o pudieron registrarse como solicitantes de asilo, según una información recogida por el canal Euronews.
Una situación que también afecta algunos de los grupos más vulnerables, como es el caso de la comunidad LGBTI, cuyos casos no son priorizados y que también sufren por la escasez de alojamientos seguros, según explican los trabajadores humanitarios.
“La mayoría de los centros (para migrantes) son para familias o solamente para hombres, por eso un hombre que se identifica como LGBTI que pudo haber sufrido traumas o violencias es igualmente categorizado como hombre, y eso los pone en una situación que no responde a sus necesidades, y los coloca ante mayores riesgos de violencia y discriminación”, argumenta Courtney.
Las de Afganistán, Pakistán, Irán, Irak, Marruecos y Siria son algunas de las nacionalidades más comunes entre los migrantes, aunque también se ha detectado presencia de ciudadanos turcos, entre ellos opositores políticos, kurdos e incluso miembros de la comunidad LGBTI que están tomando esta ruta en particular tras el fallido golpe de Estado de 2016 contra el presidente Recep Tayyip Erdogan.
Desde la ciudad de Velika Kladusa, a menos de cinco kilómetros de la frontera con Croacia, se sigue esta crisis con desazón. Muchos habitantes locales se identifican con los migrantes por lo que vivieron aquí en los noventa, cuando en esta zona centenares de civiles fueron asesinados y otros tantos huyeron.
Sin embargo, también hay momentos de tensión y agotamiento. “¡Por favor, cuente la verdad!”, grita a esta periodista un residente tras amenazar con llamar a la policía por una fogata encendida por un grupo de familias de migrantes. “¡No se puede vivir así! Esto no es normal”, advierte, lanzando enseguida improperios contra los extranjeros.
Entonces el rostro de Idris, un niño afgano de 10 años, se ensombrece. No dice nada pero corre a ayudar a su padre, que ha entrado en el edificio abandonado en el que viven, para cargar con los botellones de agua que pretenden usar para apagar el fuego. Mientras los hombres entran rápido en acción, las mujeres se resguardan en el interior. La amenaza de llamar a la policía surte efecto. Son las 11 de la mañana y hace pocos minutos Idris se reía y contaba que no quiere volver a Afganistán “por la guerra y los talibanes”. “De grande quiero ser piloto y salvar vidas”.