El Patrimonio Cultural como concepto, sabemos que surgió después del triunfo de los aliados en 1945 (aunque tiene sus orígenes en la Europa del siglo XIX) como una necesidad de proteger, ante el expolio y destrucción de los nazis, el patrimonio de las naciones. Entonces, con la creación de la ONU y la Unesco se buscó motivar investigaciones y establecer acuerdos mundiales a favor de la protección y salvaguarda del Patrimonio Cultural Mundial, que a partir de 1954 se fue especializando y difundiendo entre los estados firmantes y miembros de la ONU.
A partir de entonces un sinfín de convenciones, recomendaciones, especificaciones, convenios, políticas públicas de los estados nación, escuelas y profesionalización se han multiplicado por el mundo y se ha generado una especie de hegemonía del patrimonio que dimana desde la Unesco y es reapropiada con sus propias políticas públicas y leyes en los Estados Nación. Esto nos ha permitido reconocer nuestro patrimonio, establecer y buscar configurar una idea de lo que es nuestro patrimonio.
Por su parte, el siglo XXI se inauguró con la falta de ideologías, el triunfo del capitalismo y la “muerte” del comunismo, el fracaso de las revoluciones y sus luchas sociales y el establecimiento global del libre mercado y también, con cuestionamientos a la incapacidad de la historia de dar respuestas legítimas a todos los grupos, comunidades, asociaciones que no se identificaron ni se identifican con una historia construida desde el siglo XIX para un contexto completamente distinto.
Es desde el siglo XX que las memorias han jugado un papel fundamental. Ese siglo fue profundamente violento, mientras Europa condenaba los genocidios de la Segunda Guerra Mundial, las Américas sufrían el embate genocida de los totalitarismos anticomunistas, donde miles de ciudadanos fueron perseguidos, desaparecidos y asesinados a lo largo de toda nuestra América a través del Plan Condor comandado por los Estados Unidos.
Mientras el espacio público quedaba supeditado a estos nuevos totalitarismos, en los que se erigían estatuas y se cimentaban discursos hegemónicos, las víctimas echaban a andar sus mecanismos de defensa y se aferraban a los recursos que tenían: relatos, recuerdos, música, objetos, fotografías, diarios, libros, escritura, tradiciones y oralidad, que fueron salvados gracias a la auto expatriación o el aislamiento, porque cualquier recuerdo que se conservara y exigiera en tierra totalitaria, era subversivo y podría costar la vida.
Esas memorias sociales y/o colectivas fueron las mismas que exigieron, tiempo después, justicia por las miles y miles de muertes, torturas, persecuciones y desapariciones. La memoria fue y sigue siendo garantía para los perseguidos y las víctimas, y también su herramienta para exigir justicia. La reapropiación del espacio público, como espacio politizado de esas memorias que están vivas, que duelen y exigen justicia, han sido una constante en las luchas y conquistas de los pueblos y comunidades.
Lo que quiero decir con esto es que existe en las manifestaciones públicas del siglo XXI, una necesidad legítima de exigencia.
No existe revolución que se haya escrito que no haya sucedido sin derribar estatuas. No me refiero exclusivamente a la estatua como “monumento” inmueble, sino también y especialmente, al monumento como hegemonía de un discurso escrito para un momento histórico y necesidad política.
¿Quiénes son los y las dueñas del pasado? ¿El Estado?, ¿la sociedad?, ¿los políticos?, ¿los historiadores? Dice el historiador Enzo Traverso que cualquier discurso histórico que pretenda ser único es totalitario y yo coincido con él, porque en este mundo contemporáneo la memoria, que es un pasado que no ha concluido, está despertando ante el embate de un sistema que sistemáticamente sigue negando otras realidades históricas. Memoria e historia entran en juego y conflicto. La memoria no es la memoria, son las memorias, la historia no es la historia, son las historias.
Vivimos un momento singularmente convulso en el que las identidades chocan ante la decadencia de un discurso que pretende seguir siendo hegemónico y que se sostiene sobre bases establecidas hace ya casi tres siglos.
Las luchas feministas, de diversidad sexual, pueblos originarios, comunidades latinoamericanas racializadas y muchas más, son, como lo dice Traverso para las luchas antirracistas, una batalla por la memoria.
Al intervenir monumentos históricos y/o artísticos con pintura, símbolos identitarios, stickers, se está cuestionando el pasado y el presente, uno en el que no se encuentran, en el que no se reconocen. Un pasado y presente en un discurso dominante que violenta, condena las diferencias, que estigmatiza y hasta infantiliza a las víctimas al no reconocerlas como entes políticos que asumen y toman el espacio público como propios, ejerciendo su derecho ciudadano a la organización y la exigencia.
La indignación de políticos, medios de comunicación y un sector de la población al ver “atacados” los símbolos del esclavismo o los símbolos de una patria que no las y los reconoce, se desdibuja legítimamente al no existir la misma indignación ante hechos atroces de violación sistemática de los derechos de las y los ciudadanas que exigen un espacio en todos los ámbitos públicos, en la historia y en el reconocimiento de la deuda histórica que tienen los Estados hacia ellos y ellas.
Tenemos que soltar la dueñidad de nuestro pasado porque existen comunidades, minorías, pueblos, grupos enteros que llevan siglos luchando por mantener viva su memoria y exigir justicia y reconocimiento.
Pintar, pegar un sticker, subirse a un monumento y ponerle un pañuelo, es reapropiarse del pasado, es dotarlo de otros valores y símbolos propios de su tiempo. Es lo mismo que sucede con los archivos, museos y bibliotecas, al permitir el acceso se está abriendo la posibilidad de su reinterpretación, de su cuestionamiento, de la construcción de un nuevo discurso.
Y que esto no se confunda con las ansias de dominación y destrucción del pasado como ha sucedido a lo largo de la historia, así como lo hicieron los nazis, los conquistadores y los colonizadores al quemar bibliotecas y archivos, arrasar con edificios, ciudades y pueblos enteros, porque ese es un afán de dominación y exterminio.
Una pinta se borra, una vida no se recupera. Una estatua se restaura y se va a un museo, mientras diez mujeres son asesinadas cada día en un país como México, vidas que no se recuperan, familias que quedan destrozadas para el resto de su vida, como las familias de los y las desaparecidas.
¿En qué momento el monumento es más valioso que la vida? Uno de los principios rectores del Patrimonio Cultural también es el goce y disfrute de la comunidad, así como un derecho humano a esa apropiación y reapropiación.
Un monumento nunca será más importante que una vida; una ciudad limpia y prolija nunca será más importante que la vida de miles de mujeres, que la vida de miles y miles de desaparecidos.
Concluyo con una cita de Traverso, “[el] estallido de iconoclasia [la ruptura de las imágenes] da forma a todo derrocamiento del orden establecido”.