Hace casi tres años leí Patria de Fernando Aramburu (Tusquets, 2016). El contexto fue extraño: yo estaba en Barcelona, en plena efervescencia independentista, y estaba rodeado por personas tanto a favor como en contra de la independencia de Cataluña. Como extranjero, lo prudente en casos así es siempre cerrar la boca, escuchar, tratar de comprender, y seguir en silencio. Eso hice, hago y haré. La complejidad de estos problemas, y el hecho de que escapan a la propia historia personal, anulan la posibilidad de cualquier conversación en la que el punto de vista foráneo sea provechoso. No obstante, lamenté las rupturas: entre amigos, familiares, vecinos, conciudadanos. En un mismo edificio podían ondear banderas de España y de Cataluña, y recuerdo haber visto que en un mismo departamento distintas ventanas exhibían banderas (convicciones) distintas. Eso es: mi tristeza tenía un nombre: “ruptura”.
Quizá por lo anterior, y por mi mala memoria, había olvidado los detalles de Patria, no así de su argumento general. Este fin de semana, también en un contexto polarizado, violento y profundamente crispado en México, me sumergí de nuevo en el argumento de Patria, pero ahora a través de su extraordinaria adaptación a una miniserie de ocho capítulos producida por HBO. Patria narra la historia de dos familias amigas, fracturadas por su posición opuesta dentro del movimiento del nacionalismo vasco, y los atroces asesinatos de ETA. Patria evade los maniqueísmos, pero no el juicio contundente; algunos dirán que humaniza a los terroristas, pero sólo por el simple hecho de que son humanos. Las historias personales no admiten simplificaciones, y es un caso de feroz injusticia no reparar en sus matices, cuyas tonalidades pueden convocar temibles tormentas. En Patria la tormenta no es la lluvia que lava casi a diario las calles de Euskadi, sino la incapacidad de las personas de tender puentes y de su prisa por levantar muros. Lo cierto es que los nacionalismos exigen agrias lealtades. Rara vez esto no sucede, y me atrevería a decir que nunca sucede lo opuesto.
El centro de Patria, así como de los contextos en los que me he enfrentado a su historia, es el del nacionalismo: un virus de fácil propagación, letal, corrosivo y deshumanizante. No hablaré, repito, de lo que a mí no me toca hablar. Hablaré del nacionalismo en general, y del nacionalismo que empieza a propagarse de manera rápida por mi país. El nacionalismo, decía un querido maestro, es una atrofia de nuestra capacidad de juzgar. Es cierto que el nacionalismo es un exceso judicativo que nos encamina por avenidas inadecuadas, sirve como fundamento de creencias falsas y motiva respuestas emocionales negativas. Su maquinaría, como muchas otras similares, se echa a andar con un discurso de odio, reivindicación y separatismo. Resulta mucho más fácil reparar en lo que nos diferencia de los demás que en lo que nos une. Y muchas veces esas diferencias son sublimaciones de casualidades, contingencias y convenciones (fronteras, lugares de nacimiento, banderas y cruentos himnos, por mencionar sólo los ejemplos evidentes). Es cierto que debemos defender la varianza cultural y la riqueza que representa. Las múltiples lenguas son una bendición (Babel fue una bendición), y las respuestas que distintos grupos humanos han dado a múltiples problemas forma parte de la historia de nuestra especie: es lo que la antropología llama “cultura”. Las distintas culturas merecen una defensa y una reivindicación, ¿pero ello conlleva rupturas, separaciones y conflictos? Este salto me parece improcedente.
Patria no sólo me ha recordado por qué resulta importante (aunque sea más difícil) buscar lo que nos une en tanto humanos: por qué urge que construyamos puentes, derribemos muros, y ampliemos cada día nuestros círculos de empatía (como los llama Peter Singer). Patria, en México hoy, es más bien una advertencia: debemos rehuir a la polarización y debemos escapar a la trampa que nos ha tendido la clase política al separarnos en grupos: todas y todos somos mexicanos, y quien viva y trabaje en nuestro país también lo es, sin importar el lugar contingente en el que haya nacido. Debemos combatir el clasismo, el racismo, la xenofobia, el machismo y toda actitud que nos divida. Debemos trabajar en conjunto por resolver los problemas que nos aquejan.
Nadie es extranjero. Todas y todos somos ciudadanos del mismo mundo.