Entender la cultura como un sistema ordenado de diferencias es uno de los postulados de una de las figuras fundacionales de la sociología como lo fue Émile Durkheim. No sé si en ello hay una respuesta velada al romanticismo de Rousseau y los mitos modernos del “buen salvaje” que postulan la idea de una restauración de la inocencia primitiva, supuestamente igualitaria, en la polis moderna: mito que tanto combustible ideológico dio a la Revolución Francesa y de ahí en adelante a la imaginación política que se alimentó de ese evento ¿No Marx y Engels hablaban de un comunismo primitivo? En esa metanarrativa de la infelicidad humana, la culpa de todo es obra de la civilización y sus instituciones que han corrompido la convivencia original al introducir jerarquías y, por ende, la fuente de discordia en la raza humana.
Obviamente hay ahí una antropología implícita: la raza humana es naturalmente igualitaria, ergo hay que imponer un orden social acorde. Se salta sin parpadear del “es” al “debe” o falacia naturalista como se le conoce en la filosofía ética contemporánea: una confusión entre los dos reinos que no deja de ser peligrosa ¿y qué tal si en el es se afirma algo radicalmente distinto como lo hizo la antropología nazi? ¿debería entonces formarse un nuevo orden en función de una supremacía racial identificada? Mito y contra mito (éste no menos mitificado) contribuyeron en buena medida a las tragedias de la historia moderna.
En cuanto al es se ha avanzado mucho en conocimiento tanto en el campo de la etología (conducta animal) como el etnográfico. Lo mismo en los mamíferos superiores (lobos, primates, delfines) que en las etnias que habitan los rincones más apartados de la civilización -en donde los vestigios de la vida primitiva son más evidentes- queda claro que tienen un orden social sumamente estructurado, quizás con una diferencia. Los mecanismos inhibidores de la violencia funcionan mejor entre especies físicamente poderosas (por ejemplo, los lobos cuando se agreden, no se matan entre sí porque que al recibir una señal de sumisión en la lucha se detienen) y en cambio son menos efectivas entre primates y no se diga en los grupos humanos pequeños tanto a su interior como en su interacción con otros. Las erupciones de violencia tanto en la amazonia como en Papúa-Nueva Guinea han sido absolutamente devastadoras para los grupos humanos de esas regiones del mundo. No una arcadia precisamente. La secuela sangrienta del tribalismo en África no es menos conocida.
Quizás la reflexión más profunda de la dinámica de la violencia en los grupos humanos pequeños la proporcionó en su momento el antropólogo y filósofo René Girard (1923-2015). Comprendió que los ciclos de violencia se detonan cuando algo colapsa las distinciones simbólicas a su interior. La violencia indiferenciada -la que no distingue- sólo se detiene cuando se encuentra el mecanismo de la víctima propiciatoria que vuelve a marcar una diferencia radical en el paisaje simbólico a partir de la cual todo se refiere y reestructura y que Girard sitúa en el origen de la noción de lo sagrado. Lo sagrado detiene el ciclo de violencia caótica, particularmente ahí en donde no han germinado aún instituciones y leyes. Más allá de lo meramente etnográfico, la dinámica de la violencia y lo sagrado dice mucho sobre la psique y los órdenes sociales humanos, sean primitivos o no (pueblos sin historia o con historia, para ser políticamente correctos).
La igualdad se ha vuelto un imperativo absoluto, arrollando la necesidad de diferenciación que de un modo u otro los órdenes humanos construyeron consciente e inconscientemente. Nuestros abuelos sabían bien que no se le trata igual a un anciano, una mujer, un niño (lo que hoy se llaman grupos vulnerables) y no tenían un problema al respecto, lo que es un insulto para las ideologías contemporáneas y posmodernas (Woke) que hoy en día reclaman una igualdad incondicional y al mismo tiempo derechos diferenciados para contrapesar estigmas sociales. De acuerdo con su narrativa, toda diferencia en la condición de las personas o atribuidas a ellas parte de un prurito de dominación u opresión por parte de un grupo humano sobre otro y esto en un juego suma-cero. A los ideólogos nunca se les ocurre que la secuencia de la narrativa bien pudo ser al revés. La necesidad de protección de lo que se entendía como vulnerable, partiendo de reconocer las diferencias, es lo que, por inercia, terminó coartando oportunidades y fijando roles desventajosos que cabe cuestionar en nuestro tiempo. Pero si el heteropatriarcado sólo ha sido un arreglo social en beneficio de los hombres, si estos no fueran sacrificables ¿cómo explicar la sobre representación de la población masculina que muere en campos de batalla o en accidentes laborales?
El origen y la razón de muchas estructuras sociales y tratos diferenciados, es algo que nuestra época -que da por sentada su superioridad moral- le resulta fácil condenar, pero en realidad no entendemos a cabalidad la experiencia humana que las motivó y fue calibrando a lo largo del tiempo. Después de todo si hubieran sido tan injustificada y tan arbitrarias para la vida no estaríamos aquí, juzgándolas. No se nos olvide que tenemos un planeta poblado por miles de millones de los de nuestra especie. Muchas de estas prácticas sociales provienen de una experiencia social no discursiva que no cumple con los parámetros de legitimidad de una era tan dada a sobre argumentar como ésta y autoerigida en tribunal frente al cual todo ha de comparecer bajo sus reglas. Que la vida, la historia, los usos y costumbres intentaron en su momento resolver problemas nunca pasa por la mente de la ideología Woke. De ahí que no tenga inhibiciones para hacer juicios morales categóricos sobre el pasado y la historia a niveles francamente ridículos.
En los órdenes humanos no hay una solución que no termine engendrando un nuevo problema. Mecanismos de protección degeneran o derivan en sometimientos. Nuevas libertades también conllevan nuevos riesgos en todos los órdenes en primera y en tercera persona. Seguramente el imperativo de igualdad absoluta como el único principio y razón de la existencia social también engendrará los suyos sobre todo si la ideología igualitaria confunde es con debe ¿de verdad tal ideología cree que todos los integrantes de los grupos humanos desfavorecidos aman la igualdad? Es una pregunta interesante que su aparato conceptual le impide siquiera plantearse.
Pensemos en un varón muy debajo de la escala social en donde a lo largo de su vida nunca ha experimentado autoridad sobre nadie. Como eso le importa, es una fuente de inseguridad permanente en él. El respeto y autoridad que no tiene la va a buscar -exigir- en su microcosmos que cree controlar. Por ello esos casos son tan peligrosos en las relaciones de pareja. La ideología de la igualdad la interpreta selectivamente: tratándose de conflictos, aquí no hay diferencias. No es difícil imaginar el resultado. Siempre, siempre, debiera haber un reconocimiento de diferencias para inhibir la violencia. La equidad es, como diría Kant, un principio regulatorio, no una verdad ontológica. Todos estamos de acuerdo en condenar la violencia machista, pero no todos tienen el aparato conceptual para entender cómo o por qué se desencadena en la escala tal y como se presenta en la actualidad. La anomia social, la pérdida de coordenadas que ciertos individuos requieren para ubicarse en este mundo plantean problemas para el que no hay respuestas sencillas, pero que ciertamente no las proporcionará una ideología hecha sólo para juzgar y, sobre todo, que no entiende con qué materia prima trabaja.
La obsesión jerárquica de los no favorecidos -más que una genuina búsqueda de igualdad- nunca puede subestimarse para entender también otros fenómenos. El deseo de humillar a quien percibe por arriba puede ser su verdadero objetivo, no eliminar la escalera sino voltearla ¿Cuánto de la violencia criminal que va más allá del mero acto delictivo hay en ello? ¿Cuántos delinquen para granjearse el respeto de sus comunidades en donde lo que se valora es el arrojo, la fuerza y la exhibición de lo que se adquiere, no el igualitarismo?
En el plano político la fijación por las jerarquías arroja otro tipo de resultados. Hoy en día en México no tenemos políticas públicas; sólo una política de lo simbólico. Un performance diario que busca humillar a las élites más que obtener resultados concretos. Tarde o temprano ese performance habrá de contaminar a la realidad y si ello se traduce en fuga de capitales y devaluación de la moneda probará que se prioriza más una revancha que un resultado en una psique colectiva que no deja de obsesionarse por un estatus, en vez de ver la desigualdad como un problema a resolver. Y todo indica que el país ha ido en esa dirección que será refrendada en junio.
La respuesta ideológica en automático es que, si de verdad se impusiera una igualdad sin concesiones, nada de esto pasaría, pero, una vez más, las ideologías no se ven a sí mismas como problemáticas. Y aquí hay que precisar que una ideología de la igualdad no es meramente un discurso que demanda equidad, sino uno que postula una antropología (la igualdad como un chip inserto en la naturaleza humana mientras que las diferencias sólo son estructuras sociales artificiales y, por ende, inauténticas). Pero no hay un orden social humano, y mucho menos uno complejo que no arroje jerarquías y élites como quiera que se le vuelva a barajear. Esto es asimismo cierto a nivel de instituciones y organizaciones. La pregunta en todo caso es si las élites son funcionales o no y cuáles ambientes las hacen competentes o incompetentes. Por ello todo intento de expulsar las diferencias en una estructura social tiene el mismo efecto que cuando se hace lo propio con el deseo como bien sabe el psicoanálisis: lo que se echa por la puerta regresa por la ventana de maneras más difíciles de enunciar y controlar. En cuanto a imponer la igualdad se refiere, es bien conocido como ironizó al respecto George Orwell en su Rebelión en la Granja (una fábula satírica sobre la colectivización forzosa en la Unión Soviética) a la entrada de la cual se puso un letrero “Aquí todos somos iguales, pero hay unos más iguales que otros”
Hoy en día México está en riesgo de que en nombre de la igualdad se consolide una nueva casta cuyo discurso literalmente es “no somos iguales”. La diferencia con las anteriores es que esta nueva clase por primera vez se auto legitima con un discurso de superioridad moral inédito y que jamás trataron de ensayar -por inverosímil- las anteriores. El “no somos iguales” es un mantra que hoy se le espeta a la sociedad civil mexicana toda. La ideología de la igualdad es una máquina de paradojas.
Toda ideología presupone su casta ideológica que reserva una diferencia esencial para sí. Ya sea en el plano burdo de la política o en el de la cultura en donde solo ciertos perfiles dominan los códigos de un discurso que otros sólo remedan o balbucean. Es así como se ha tenido lugar también la paradoja del intelectual igualitario, que duda de todo menos de su talento y que se siente agraviado porque el orden social no le recompensa con la correspondiente dosis de autoridad que cree merecer (no le reconoce su diferencia). No pocos de ellos a lo largo de la historia-y no sólo en México- han sido la punta de lanza de aventuras políticas de las que no tardan en arrepentirse.
La igualdad es importante y lo es más como un país como México, pero vuelta obsesión y monomanía es corrosiva y autodestructiva. La psique humana requiere de cosas que hagan diferencias como parte de su ecosistema: la belleza y el sentido de la vida también consiste en ello.