La belleza es para todo aquel que busca un camino serio;
es una llamada, una promesa, tal vez no de felicidad
–como quería Stendhal–, pero sí de un peregrinaje eterno.
Adam Zagajewski, En defensa del fervor
En “Un gran poeta nos deja”, poema incluido en Mano invisible (Acantilado, 2012 con traducción de Xavier Farré), Adam Zagajewski escribió: “Cuando un gran poeta nos deja // la ciudad no se detiene, el metro y los tranvías // siguen buscando el moderno Grial. // En la biblioteca una chica guapa // busca en vano un poema que // le diga la verdad de todo”.
Me fue inevitable recordar este poema, dedicado al parecer a Czesław Miłosz, al enterarme del fallecimiento de Zagajewski en Cracovia a la edad de 75 años.
Y, si bien es seguro que ante su muerte, ni Cracovia, ni Lvov (ciudad donde nació), ni ninguna otra ciudad se detendrá, también es indudable que ya sea en la biblioteca o en cualquier otro sitio habrá una chica guapa (o no tan guapa) o bien un chico guapo (o no tan guapo) que seguirá buscando en la poesía la verdad de todo, o al menos el pedazo de verdad –de esplendor– que necesita como será, finalmente, igualmente innegable que en esa búsqueda la poesía de Zagajewski será como un faro que ilumine y guíe su búsqueda o, en todo caso, en palabras de Zagajewski, que le provea “un momento (o varios) de experiencia humana”.
La poesía como búsqueda de la verdad y la belleza (una es inexplicable sin la otra), como travesía que va delineando su propia luminosidad. En “La poesía es búsqueda de resplandor”, poema con el que cierra su libro Antenas (Acantilado, 2007, traducción de Xavier Farré) Zagajewski evoca esa fe, nutrida de un profundo misticismo secular, en las palabras dadas y recibidas: “La poesía es búsqueda de resplandor. // La poesía es un camino real //que nos lleva hasta lo más lejos. // Buscamos resplandor en la hora gris, // al mediodía o en las chimeneas del alba, // incluso en el autobús, en noviembre // cuando al lado dormita un viejo cura”.
Nacido en 1945, Zagajewski recorre la segunda mitad del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI como un nómada que –habiendo vivido en Cracovia, Berlín, París, Houston, Chicago, Cracovia de nuevo– va dejando registro puntual de su fecundo exilio, sin dejar por ello de olvidar su punto de partida tanto desde el punto de vista geográfico como histórico, es decir la Europa Central de postguerra, la Europa donde, habiéndose cerrado Auschwitz, vio perpleja como se instauraba dentro de sus fronteras un régimen totalitario, régimen que habría de durar cuatro décadas.
Su infancia, sin ser dramática, –“Nunca vi un cadáver en mi vida, nunca presencié nada extremadamente brutal” declaró en cierta ocasión– no dejó de resentir este giro de la historia: “La idea de que la terrible violencia que antecedió a mi nacimiento, de alguna manera se guardó en silenciosas capas de mi memoria; por tanto, sí, todo esto ha afectado mi manera de pensar”.
En su diario y hermoso primer ejercicio de memoria, En la belleza ajena (Pre-Textos, 2003, traducción de Ángel E. Díaz-Pintado), que se prolongaría después con Dos ciudades (Acantilado, 2006, traducción de Jerzy Slawomirski y Anna, Rubió) y Una leve exageración (Acantilado, 2019, traducción de Slawomirski y Rubió), Zagajewski escribió: “En la niñez perdí dos patrias: perdí la ciudad donde nací, y en la que antes de mi venida al mundo habrán vivido numerosas generaciones de mi familia, pero también con la llegada del estilo soviético de gobierno, se me privó del fácil y de algún modo natural acceso a la evidencia universal de la verdad”.
Zagajewski, como muchos escritores de su generación, no se sintió cómodo con ese estado de cosas y sus inicios como escritor estuvieron marcados por su resistencia a la mentira, la censura y el intento de encauzar o dirigir la vida cultural desde el Estado o el Partido Obrero Unificado Polaco.
Su participación en grupos como Ahora y Teraz y sus primeros libros de poemas Comunicado (1972) y Carniceras (1975) fueron un testimonio temprano de esa resistencia, misma que lo llevó en 1976 a unirse al Comité de Defensa de los Obreros y, finalmente, en 1979 a abandonar Polonia e iniciar un más que fecundo exilio, primero en Berlín y después en París y Houston.
Pero fue la escritura, en particular la poesía, su verdadero destino o, mejor dicho, como la escritura se volvió parte esencial de su exilio: en Dos ciudades asienta que: “La música fue creada por los nómadas. La pintura es el arte de los sedentarios. La poesía es asunto de emigrados”.
Charles Simic, otro gran poeta del exilio, en alguna ocasión advirtió que una de las virtudes de la poesía de Zagajewski, al igual que la de varios poetas polacos de su generación, era su “legibilidad”, esto es su deliberado alejamiento del hermetismo, del superfluo barroquismo, la incomprensión deliberada o de cualquier otra afectación postmodernista. Esta legibilidad no supone, desde luego, concesión alguna a la simplicidad, al abandono al sentimentalismo, o el desbordamiento de los afectos y los estados de ánimo.
Por el contrario, en su poesía se advierte la persistente y rigurosa voluntad de integrar en un sólo universos mundos contradictorios, historias contrapuestas, elementos que se encuentran en las antípodas: el fervor con la ironía a la que precede, la luminosidad reflexiva con las sombras de la desolación, la fatalidad de la muerte con el impulso de renacer, el equilibrio delicado entre la epifanía y lo cotidiano, la historia con minúsculas, la que llevamos todos día a día con los avatares de la Historia con mayúsculas, esos avatares que suelen llevar a la tragedia, y todo ello gobernado tanto por un temperamento expresivo en alianza con lo ingrávido del lenguaje y la imagen, como por la sobria atención al detalle de lo concreto y la búsqueda de la promesa de la belleza, ahí donde pocos esperan encontrarla.
Así, la poesía de Zagajewski se ofrece al lector con una proximidad genuina, una intimidad conversacional, en ocasiones cercana a lo confesional, que hace de su lectura una suerte de rito de la amistad, un rito que es un viaje de ida y vuelta de la soledad a la solidaridad -dos conceptos esenciales para Zagajewski y que desmenuza en Solidarity, Solitude (The Ecco Press, 1990, traducción de Lillian Vallee)- y que suele resolverse en la comprensión –fugaz quizá, pero honda– de la belleza y la verdad que habitan, pese a todo, el mundo.
La obra narrativa, memorialista la mayor parte de ella, y ensayística de Zagajewski está precedida por este mismo temperamento luminoso y criticó a la vez. Es como si esa luminosidad reflexiva que en su poesía está revelada en breves instantes de gran lucidez, encontrara en los recursos que son propios del ensayo y la prosa, un campo de expansión, un espacio de búsqueda y encuentros que son complemento a los que su poesía proporciona.
Susan Sontag, que era una lectora ejemplar, al comentar En la belleza ajena de Zagajewski, afirma que en este libro hay, entre otras cosas, “una defensa de la grandeza literaria”, que le ofrecen “una sucesión de intensidades”:” ¿Qué género de intensidades’ (Es decir, ¿qué género de prosa?) Reflexiva, precisa; arrebatada; compungida; cortés; propensa al asombro. Entonces y ahora, aquí y allá: todo el libro oscila, vibra con los contrastes.” (“The Wisdom Project”, en Where the Stress Falls, FSG, 2001).
Y, así la obra de Zagajewski, sin duda una de las obras capitales de las últimas décadas, va vibrando en contrastes, abriéndose en diversas intensidades y, como afirmó el mismo, al “encuentro con una situación humana nueva, de una voz nueva a medio tono, una nueva combinación de ideas y emociones, [que lleve a] un estado de conciencia más profundo [y a la vez] más fresco. Los nuevos descubrimientos, así sean pequeños y que no marcan eras, siempre traen un aire de frescura; y la frescura, una categoría no mencionada a menudo en conversaciones sobre literatura, es una muy útil”.
Sirva, entonces, esta breve nota para despedir a un gran poeta que nos deja y para celebrar su fervoroso paso por este mundo, por lo demás, tan mal hecho, pero aun así habitado por la belleza.