El pasado 13 de enero se conmemoró el día mundial de la lucha contra la depresión, trastorno que ocupa el primer lugar dentro de las enfermedades mentales y que afecta aproximadamente a más de 300 millones de personas a nivel mundial, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2020). Su incidencia es dos veces mayor entre las mujeres con respecto a los hombres y su aparición está relacionada con la interacción de distintos factores sociales, psicológicos y biológicos, siendo determinantes las circunstancias y el entorno de los espacios en los que se desenvuelven los individuos para su generación.
Desde hace más de una década se discute dentro de la agenda pública mundial el impacto que tiene el entorno urbano tiene sobre la salud mental de sus habitantes, existiendo diferentes estudios que: i. Atribuyen a las ciudades la extensión de patologías como la depresión y la ansiedad como consecuencia de las situaciones de estrés (J. Pruessner, 2011; Miles, Coutts, y Mohamadi, 2012); ii Destacan la importancia de las áreas verdes urbanas y de la conexión con la naturaleza como factores de bienestar, que contribuyen a la prevención de estas enfermedades (L. McCay, 2015); y iii. Resaltan la importancia de una planificación urbana orientada a la promoción de entornos saludables (Center of Urban Design and Mental Health, 2018).
La preocupación por la salud de las ciudades y por el bienestar de sus habitantes es uno de los factores que justifica la existencia del gobierno urbano y legitima su accionar. Su inclusión en las agendas públicas es de larga data y contribuyó a la constitución misma del urbanismo como campo del saber-poder y como disciplina en el marco de la modernidad. No obstante, en su abordaje la dimensión de la salud mental ha jugado un rol secundario, que ha venido adquiriendo mayor importancia en las últimas décadas, sin lograr que se efectúen las intervenciones e inversiones que esta demanda.
Del higienismo como herramienta para el control de enfermedades físicas, se transitó a la identificación de la relación entre entorno y la propensión a padecer de trastornos psicológicos, integrándose diferentes campos del conocimiento como la medicina, la sociología, la antropología, el urbanismo y la planificación urbana. A partir de estos diálogos interdisciplinares se han formulado diversas recomendaciones en materia de diseño urbano y de gestión de la salud urbana que invitan a considerar la salud mental como un asunto que debe trascender de la mirada sectorial de la salud pública y ser abordado de manera integral, ya que es consecuencia y resultado de la interacción de múltiples factores entre los que se encuentran los problemas de la desigualdad, la pobreza y de las dinámicas existentes en los ámbitos del transporte, el mercado del suelo y la vivienda, entre otros. Así se ha logrado un mayor posicionamiento de la relación entre desarrollo y salud mental, la identificación del costo social y económico de los problemas de salud mental para las sociedades y la dinámica circular existente entre la pobreza, la exclusión y los trastornos mentales.
El reconocimiento de que los contextos en los que viven y se desenvuelven las personas influyen en su salud y en el bienestar de sus comunidades, llevó a la adopción de agendas e iniciativas en los niveles supranacional, nacional y local con la concurrencia de agencias internacionales como la Organización Mundial de la Salud OMS, la Organización Panamericana de la Salud OPS, ONU-Hábitat y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD. Entre estas se destacan: “1000 cities, 1000 live”, implementada en 2010 por la OMS como respuesta a la expansión de la urbanización en países de ingreso medio, la consolidación de las ciudades como el principal hábitat humano, el crecimiento de la migración hacia centros urbanos por parte de población pobre y de los efectos negativos de la urbanización no planificada sobre la salud; y la inclusión dentro de los Objetivos de Desarrollo sostenible (objetivo 3) del fortalecimiento de la prevención y tratamiento del consumo de sustancias adictivas, incluidos los estupefacientes, la promoción de la vida sana y el bienestar para todos en todas las ciudades y el fortalecimiento de las capacidades del personal sanitario, temas claves en materia de salud mental, que ampliaron el alcance de las medidas incluidas previamente en la Agenda 21 y en los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
A nivel regional la OPS ha promovido espacios de encuentro entre las autoridades de salud para la definición de estrategias de intervención basadas en la cooperación intergubernamental, el énfasis en las dimensiones local y comunitaria y la participación social en la formulación de recomendaciones de política pública, expresadas en lineamientos y guías para los gobiernos territoriales y nacionales. A pesar de estas contribuciones, los problemas de salud mental en las ciudades latinoamericanas se mantienen como una causa importante de morbilidad, discapacidad, traumatismos y muerte prematura. Según la OPS, la prevalencia de los trastornos mentales a doce meses, varía entre 18.7% y 24.2%, siendo los más recurrentes los trastornos por ansiedad, que oscilan entre 9.3% y 16.1%; la de trastornos afectivos, entre 7.0% y 8.7%; y la de trastornos debidos al consumo de sustancias psicoactivas, entre 3.6% y 5.3%; existiendo múltiples brechas en su detección y tratamiento y una baja inversión pública que oscila entre el 0.2% y el 8% de los presupuestos en salud, según las condiciones económicas de los países (OPS, 2018).
Con el covid-19 y las situaciones sociales derivadas por la pandemia y las medidas adoptadas por los gobiernos para afrontarla, se han incrementado la angustia, la incertidumbre, los niveles de estrés, entre otros factores que inciden en la generación de trastornos mentales y agravan aún más el panorama de la región. Se ha llegado incluso a discutir si estamos ante el inicio de una crisis de salud mental mundial dado el incremento de situaciones como la violencia doméstica, el consumo de sustancias psicoactivas y el reporte de casos de depresión y ansiedad en diferentes grupos poblacionales, por lo cual dentro de las medidas recomendadas por los organismos internacionales para la gestión de la pandemia se han dispuesto estrategias en materia de salud mental como la adopción de herramientas de primeros auxilios psicológicos, la creación de líneas telefónicas de atención y orientación por género y edad, la instalación de mecanismos de consulta a través de herramientas virtuales y el desarrollo de intervenciones dirigidos a grupos especiales en mayor riesgo (personal sanitario, jóvenes y mujeres).
Si bien estas herramientas son acciones necesarias surgen varias dudas sobre su efectividad dada la dimensión de las situaciones que nos aquejan a nivel mundial, preexistentes a la pandemia. Resultan ser paños de agua tibia para un sistema social enfermo, cuyas herramientas para asumir las complejidades son cada vez más limitadas, ante el predominio de un sistema de libre mercado en el que hasta de la tragedia, el sufrimiento humano y la enfermedad son un negocio en el que solo pueden salir abantes quienes disponen de mayores capitales culturales, económicos y sociales para enfrentar los condicionamientos impuestos por ciudades estructuradas a partir de la desigualdad. Es necesario pasar de acciones de mitigación como las mencionadas y fortalecer las experiencias de cuidado colectivo basadas en redes de apoyo entre familiares, amigos y comunidades para resistir los embates de la crisis socio-ambiental que atravesamos para ofrecer alternativas a la necropolítica.