APRO/Armando Ponce
Ha pasado desapercibida, increíblemente, la partida del pintor Gil Imaná (ocurrida el 28 de enero), el más significativo representante del muralismo en Bolivia.
El artista social nacido hace 88 años en Sucre, la capital oficial y donde se dio el primer grito de independencia de América, integró en 1950 ahí el influyente grupo Anteo con su hermano Jorge, también pintor, su colega Walter Solón Romero, y los poetas Eliodoro Ayllón Terán y Juan José Wayar.
Todo ocurrió dos años antes, durante una visita que estos jóvenes chuquisaqueños hicieron a Solón Romero (Uyuni, Potosí, 1925-Lima, Perú, 1999), hospitalizado a raíz de un accidente de aviación.
En 1952 se les unió una nueva generación : Otro muralista, Lorgio Vaca Durán; otro Lorgio, pero Duchén, escritor como Humberto Díez de Medina y Félix Orihuela; el fotógrafo Luís Chopito Chopitea, el pedagogo César Chávez Taborga, un abogado y profesor de historia, Hugo Poppe Entrambasaguas, y hasta un político, pero también poeta, Héctor Borda Leaño.
Provenían de dos centros de arte de Sucre: La Academia Zacarías Benavides y El Ateneo de Bellas Artes. Mientras los hermanos Imaná egresaron de la primera, discípulos del pintor lituano Juan Rimsa, Solón Romero surgió de la segunda, y al él se debe haber introducido el muralismo revolucionario tras estudiar en México la obra de Rivera, Orozco y Siqueiros.
Se dice que fue él quien de la mitología griega el nombre de este grupo caracterizado por el rechazo al arte academicista: Anteo, un girante hijo de Poseidón, dios del mar, y de Gea, diosa de la tierra, rebelado contra los dioses del Olimpo. Fuerza de la tierra y rebeldía juvenil.
Así lo recordó el suplemento Panorama del diario Correo del Sur, de Sucre, quien le dedicó cinco páginas con testimonios de personajes de la cultura boliviana que evaluaron su obra, algunos entrevistados por el sitio de You Tube Según Yo.
Imaná Garrón (16 de julio de 1933) fue el primer pintor latinoamericano que tuvo una exposición individual en el Museo del Hermitage de San Petersburgo, URSS, En 1971, y el primero de su país cuya obra se ofertó en las famosas casas de subastas Christie’s y Sotheby’s. En el año 2014 recibió la más alta distinción que otorga el Estado Plurinacional de Bolivia, la Orden del Cóndor de los Andes en el grado de Caballero, Francia le otorgó en 1990 la Orden de las Artes y las Letras, y la Cruz Roja Internacional de Argentina lo nombró Artista por la Humanidad.
Entre sus obras murales más connotadas se encuentran: Historia de la telefonía (Sucre, 1955); Marcha al futuro (Colegio Nacional Junín, Sucre, 1957); Obra civil del mariscal Andrés de Santa Cruz (La Paz, 1965); Tierra y vida, Técnica y espacio y Marcha de los universitarios (La Paz, 1965); Tránsito en el tiempo (La Paz, 1981); Fiesta de la salud (La Paz, 1982).
Hacia junio de 1977 tuvo una exposición individual en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Su esposa, la ceramista Inés Cordóva, que lo acompañó, acababa de obtener el premio principal del Primer Concurso Nacional de Cerámica de Bolivia. El pintor concedió entonces una breve entrevista con Proceso, aparecida el 6 de junio, titulada La ternura y la violencia en Gil Imaná, continuando el diálogo que, tres años atrás, había comenzado con el reportero en su estudio de la calle Ayacucho, en el centro de La Paz.
Hasta allá nos había conducido la maestra Elba Ayllón, prima del poeta y periodista Eliodoro Ayllón –entonces exiliado en Quito, Ecuador, por la dictadura de Hugo Bánzer– miembro de Anteo, cuyo poema “Pido la palabra” se hizo célebre como un himno a la libertad en todo el país.
En su casa-taller, que en 1991 fue declarada Patrimonio Cultural de la Ciudad, Imaná dijo sobre esos indígenas del frío y desolado Altiplano boliviano que representa tierna, violenta, patética y claramente en sus óleos:
“Siento a esta gente muy cerca de mí, en mi sangre, siento una gran ternura por ellos… me duele que tratemos de imponerles nuestra cultura”.
Y señalando una pieza bordada que cubría el sofá, añadió:
“Ellos no se harán ricos con esto y quién sabe cuántos días se tardaron en hacer este tejido maravilloso. Hay mucho que aprender de ellos”.
Y tocando otra tela, preguntó:
“¿Qué cinturón, en el mundo, puede compararse a éste, trabajado con tanto amor?”
Vía telefónica desde La Paz, la maestra Elba Ayllón contó ahora a esta agencia, que el artista y su esposa donaron a la nación toda su obra al Banco Central de Bolivia hacia 2020:
“Gil Imaná trataba siempre de conservar sus obras, no era afecto a comercializarlas, salvo cuando tuvo necesidad”.
El testimonio del pintor en 1977 se reproduce en seguida:
“Cuando exista una verdadera integración entre los valores de esos campesinos y nuestra vida, surgirá el nuevo hombre, con una conciencia social y objetivos muy diferentes”.
Y es por eso que su pintura, como él la explica, “parte del color de la tierra, del color de su vestimenta y su artesanía”, pues trata de expresar “esa introversión, ese hieratismo” del hombre campesino al que se siente “profundamente ligado desde niño”.
Por ello, aunque a su parecer no necesariamente toda pintura tenga un carácter social, sí debe ser sincera; y en la suya, la sinceridad consiste en un “riguroso tratamiento de los valores plásticos –que son la estructura formal de una obra– y en la creencia de que debe decir algo”.
Esto que la obra dice no puede establecerlo totalmente el pintor, sino la gente. Y Gil Imaná no muestra mucho interés en definir cuál es su tipo de pintura, a qué corriente pertenece:
“Trato de ser sincero conmigo mismo, porque siento que así lo soy también con los demás”.
Sinceridad que hace decir a Imaná que pintar “es un acto de confesión”:
“Intento expresar el sentimiento de soledad, angustia, amor, del campesino del Ande americano, quien a través de sus costumbres, de sus artesanías, significa el nexo con nuestro pasado precolombino”.
La esposa del artista, Inés Córdova, ceramista con quien ha creado varios murales (entre ellos Pachamama), explica que ambos pasan largas temporadas en el campo, conviviendo con los campesinos. Y este acercamiento es compartido principalmente con los jóvenes artistas bolivianos, cuya preocupación por lo indígena se ha convertido en una de las corrientes fundamentales de la pintura de ese país.
La revolución de 1952 los animó en un movimiento muralista (“que se quedó en intento”, dice Imaná). Por algunos años pintaron 20 murales. Él habría de realizar, de entonces a la fecha, otros siete. E independientemente de la influencia que tuvo en la vida cultural boliviana, el grupo Anteo fue importante “para el enriquecimiento personal que nos aportó el trabajo colectivo” y por el deseo de “sensibilizar a la juventud”, dijo Imaná.
Y ese hombre al que le gustan “enormemente” los prerrenacentistas como Giotto, De la Francesca y Ucello; que no reconoce influencias determinantes, pero que admira a Goya, Velázquez y a los expresionistas alemanes, habla con pasión de Orozco:
“Le encuentro una fuerza cósmica, es la unión del hombre con el fuego… tienen un valor de fuego interno”.
Considera “difícil” hablar de una tendencia prevaleciente en América Latina, , pero cree que hay algunos artistas que tienen “una esencia, una raíz latinoamericana”, que se manifiesta no en un sólo factor, sino en muchos, como el color, el contenido, la armonía o la fuerza: Guayasamín, De Szyszlo, Obregón, Tamayo, Portinari.
Y al acto de confesión, Imaná agrega en la creación pictórica una “angustia interior”, incluso “desesperada”. Esa angustia que está no sólo en el proceso de realización de la obra, no sólo en la lucha entre la idea que se tiene y la tela blanca en la que hay que expresarla. También –y aquí Gil Imaná hace algo más que el silencio de unos segundos–, la angustia que se encuentra “cuando uno observa el momento, maravilloso, del nacimiento de un ser humano, de la maternidad”.