Hay una metáfora conceptual que suele estar detrás, y de manera inconsciente, en nuestra forma de caracterizar y describir nuestros intercambios argumentativos: la de la argumentación como guerra. Esta metáfora fundamenta un marco, una estructura mental que, para algunas y algunos lingüistas cognitivos, moldea nuestra visión del mundo, los objetivos que perseguimos, los planes que trazamos, el modo en que actuamos, y lo que solemos considerar como un buen o mal resultado de nuestras acciones. Así, si la metáfora bélica es la que opera en nuestro marco conceptual sobre la argumentación, no resulta sorprendente que cuando argumentamos busquemos ganar y no perder la discusión, que atendamos a los procesos que pueden llevarnos a la victoria, que recurramos a estrategias poco razonables pero efectivas para vencer a nuestros oponentes, y que nos parezca un fracaso no lograr que nuestra audiencia se adhiera a nuestro punto de vista. No obstante, y siguiendo los consejos de las y los propios lingüistas cognitivos enactivistas, los marcos pueden modificarse cuando se ofrecen mejores alternativas. Las alternativas son las de la cooperación y razonabilidad, pues arrojan mejores resultados en la argumentación. Dichos resultados pueden describirse como una mejora epistémica: que tengamos menos creencias falsas, más creencias verdaderas, etc.
Quienes estudian la argumentación parecen suscribir un paradigma adversarial en la actualidad. Los paradigmas no son sólo teorías bien establecidas al interior de una disciplina cognitiva. Cuando las y los científicos suscriben un paradigma no sólo sostienen un conjunto articulado de proposiciones, también concuerdan en cómo debe proceder la investigación dentro de su disciplina, en qué problemas son relevantes, en cuáles son los métodos adecuados para resolver esos problemas, en cómo sería una solución aceptable de los mismos, etc. Así, un paradigma es una concepción científica robusta: una pléyade de supuestos, creencias y valores compartidos por la comunidad académica y científica. Es por ello por lo que quizá no resulte exagerado afirmar que la concepción confrontativa o adversarial de la argumentación se sigue considerando como un paradigma hoy en día.
Janice Moulton, profesora del Smith College, focalizó la discusión en el paradigma adversarial o confrontativo. A Moulton le preocupaba que importáramos este paradigma del tipo de razonamiento común en la ciencia. Ella pensaba que, entre otras cosas, la comunidad científica consideraba positivo el comportamiento agresivo. Pero ¿en verdad el comportamiento agresivo es inherente a la práctica y al razonamiento científico? Si se piensa que sí, concluiríamos –a mi modo de ver de manera errónea– que nuestro razonamiento y nuestra manera de argumentar no deben hacer eco del razonamiento científico. Pero parece que el razonamiento científico no se caracteriza por su agresividad, sino por una actitud falibilista en un contexto fuertemente crítico, escéptico y conservador. De manera adicional, el trabajo de epistemólogas como Sandra Harding, Helen Longino, y el de la historiadora de la ciencia de Harvard Naomi Oreskes, han mostrado que nuestras prácticas científicas deben de comprenderse desde un marco consensual y pluralista, en el que el trabajo al interior de la comunidad científica debe describirse ante todo como una empresa cooperativa, inclusiva y no confrontativa. Moulton sólo acierta en poner sobre la mesa la discusión crítica sobre el paradigma confrontativo, pero no en sus contenciosas consideraciones sobre el razonamiento científico.
En primer lugar, contra el paradigma adversarial o confrontativo, habría que señalar que es cuando menos impreciso reconstruir todo intercambio argumentativo como uno en el que buscamos cambiar las creencias de nuestras y nuestros interlocutores. Existen casos, pienso que suficientemente claros, en los que lo que sucede es que, cuando argumentamos, sólo buscamos comunicar nuestro punto de vista, incluso cuando no existe posibilidad alguna de hacer que cambien las creencias de nuestras y nuestros interlocutores. En este caso, podríamos describir la situación más bien como argumentar por argumentar, incluso como argumentar por el simple gusto de hacerlo.
En segundo lugar, es cierto que en un buen grado no podemos decidir creer algo o no, como señaló Bernard Williams, quien fuera profesor de las universidades de Cambridge y Berkeley. Pero esto se debe, fundamentalmente, a que para que creamos algo tenemos que creer que es verdad. Pero también podemos ponernos en una situación para creer algo, lo que hace que las creencias no sean absolutamente involuntarias. Piénsese por un momento en la apuesta de Pascal en favor de la existencia de algún dios (su dios). Su argumento sólo tiene sentido si es posible controlar en algún sentido y en cierto grado nuestras creencias. Uno se puede, por ejemplo, poner en situación de creer algo. En el caso pascaliano, uno apuesta por la existencia de una divinidad (concediendo que sea una buena apuesta), y ello no le lleva directamente a dicha creencia. Pero puede asistir regularmente a celebraciones religiosas, leer con asiduidad textos que se consideran sagrados, dialogar con otras personas que creen, y con el tiempo terminar creyendo. En el sentido anterior, entrar a un intercambio argumentativo, bajo ciertas condiciones, con alguien que no comparte nuestra(s) creencia(s), es ponerse en situación de posiblemente modificar dicha(s) creencia(s) ante las que podrían ser mejores razones de las que uno dispone en favor de sus creencias originales. Así, no se sigue que la argumentación sea esencialmente una interacción adversarial o confrontativa.
Por último, los bienes que obtenemos de una buena argumentación no son excluyentes, sino incluyentes. Es decir, los bienes que podemos obtener no son del tipo de “si yo los gano, tú los pierdes”, sino del tipo “si yo los gano, tú también los ganas”. Hacemos mal, por tanto, al considerarnos adversarias y adversarios en la argumentación: somos colegas en la búsqueda del conocimiento, la justificación, la acción racional, y demás bienes públicos.