Lo que debió ser una rutinaria sesión del Senado norteamericano para certificar los resultados electorales presidenciales que dieron como ganador a Joe Biden, dio paso a una jornada que ni las más catastróficas profecías sobre la crisis política norteamericana habían imaginado: el asalto al Capitolio por una horda de delirantes manifestantes, incitados por la misma persona que tiene la responsabilidad de evitar que ocurran ese tipo de eventos, el presidente de los Estados Unidos.
En un inicio lo que se vio fue a manifestantes vociferando su apoyo Trump y protestando por lo que consideran, y esto es parte de su delirio, un fraude electoral contra su candidato. Pero, pronto la trama se transformó en una irrupción a la sede del Senado y en un despliegue de ira, irracionalidad y fanatismo contra las instituciones y tradiciones democráticas del país.
Trump se sentirá agraviado por no tener otra opción que abandonar la Casa Blanca, pero también sumamente orgulloso por el coraje e intrepidez que mostraron sus seguidores. Como ha escrito recientemente Bob Woodward, “(Trump) parecía provocar una rabia incesante en más de la mitad del país, y daba la impresión de que disfrutaba con ello” (Rabia, Rocaeditotial, 2020). De hecho, en términos de la política del entretenimiento, la incursión al Capitolio parece un más que adecuado cierre de ese oprobioso y chocante reality show que fue su ingreso a la vida política y sus cuatro años de gobierno.
No es nada improbable que también intente capitalizar ese agravio y ese orgullo como detonantes de una nueva temporada de su trayectoria política: carece del talante para abandonar la plaza pública y seguir los pasos que han dado todos los presidentes que le antecedieron, hayan tenido o no un segundo periodo en la Casa Blanca.
Y, más allá de que lo que resulte esta irrupción en términos judiciales y se reestablezca el funcionamiento del Capitolio y concluya el Estado de Sitio de la capital, la gran pregunta que queda abierta es qué hará, o qué podrá hacer Biden, y con él los demócratas y republicanos, para sacar a su país de esta aguda crisis de legitimación y liderazgo que enfrenta.
El retorno a una situación pre-Trump no parece ni viable ni aconsejable. Si algo puso en evidencia el 2020 fue cuan intensa y amplia es la división del país y, más importante aún, el profundo malestar social y cultural que agita la vida pública del país desde hace varios años. Los poco más de 81.2 millones de ciudadanos que votaron por Biden esperan una decidida recomposición de la vida política y económica y una reafirmación de sus valores que deben regir la convivencia social, pero no se puede gobernar sólo para ellos (suponiendo, además, una inexistente homogeneidad entre ellos), o, en otras palabras, sería suicida ignorar las aspiraciones, visiones y aprehensiones de los poco más de 74.2 millones de ciudadanos norteamericanos que votaron por un segundo periodo para Trump.
Si como advierte John Gray, (“The struggle for America’s soul”, en The New Statesman, 11, noviembre 2020) lo que está en disputa es el alma de los Estados Unidos, es decir que las guerras culturales continuarán, lo único seguro es que el escenario para una efectiva reconciliación será no sólo largo y sinuoso, sino con resultados impredecibles, no garantizados en absoluto.
El día de ayer fue un Miércoles Negro para la democracia de los Estados Unidos. A partir de hoy deben emprender el camino de recuperación de la sabiduría práctica y la virtud cívica, ese par de atributos que Aristóteles reclamaba como atributos para el buen gobierno y sobre las cuales los norteamericanos, equívocamente, pensaron que podrían presidir. Hoy, creo, los necesitan como nunca.