APRO/Juana Ponce de León
Los muralistas mexicanos Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros trajeron a Estados Unidos un léxico pictórico desconocido para los artistas del país. Contratados por el gobierno post-revolucionario del presidente Álvaro Obregón (1920-24), se les había encomendado la tarea de producir una narrativa visual para glorificar, contextualizar e informar al pueblo mexicano –mayoritariamente analfabeto– del papel crítico que desempeñaron como agentes de la revolución.
Y así lo hicieron.
Para los artistas estadounidenses que estaban emergiendo de la agitación social provocada por las severas dificultades impuestas por la Gran Depresión, el trabajo de los muralistas resonó. Aquellos ansiaban hacer un arte relevante, y rápidamente reconocieron el poder de las imágenes monumentales que celebraban al hombre y la mujer común en su trabajo y lucha por la justicia social. Ellos también se sintieron motivados a usar su arte para protestar contra la injusticia económica y social y para representar épicas narrativas de la historia nacional.
Las imágenes no eran la única novedad. También las técnicas empleadas por los muralistas para crear sus obras rompían con la tradición figurativa europea, que había tenido una influencia importante. Se hizo evidente que el contenido socialmente comprometido y el high art podían coexistir. Lo que “Los tres grandes” –como se les conoció posteriormente a los muralistas– presentaban no podía pasar inadvertido. El arte no era simplemente para la élite, pertenecía al pueblo.
Barbara Haskell, quien ha trabajado en el Whitney Museum of American Art como curadora durante cuatro décadas junto con Marcela Guerrero, montó Vida Americana: Los muralistas mexicanos rehacen el arte americano, 1925-1945, que se exhibe actualmente y hasta el 31 de enero. Para ella esta amplia exhibición corrige una histórica omisión al reafirmar la importancia del trabajo de los muralistas en el mundo del arte estadounidense. Según la curadora, su enorme influencia en los artistas norteamericanos se había borrado de las narrativas críticas y curatoriales después de la Guerra Fría de los años cincuenta, principalmente debido a las simpatías políticas de los propios artistas, consideradas demasiado estrechamente alineadas con el Partido Comunista. Era un momento en que el anticomunismo, el Miedo Rojo, encabezado por el macartismo, estaba en un punto crítico.
La exhibición ofrece “una oportunidad sin precedente para presentar una nueva comprensión de la historia del arte”, declaró para este trabajo el director del museo, Adam Weinberg. “Reconoce la profunda y amplia influencia que los muralistas mexicanos tuvieron en el estilo, la temática y la ideología del arte en los Estados Unidos entre 1925 y 1945… Es un testimonio contundente de que el poder del arte y la cultura no están limitados por fronteras”.
Cuidadosamente me fui desde mi departamento en Harlem hasta el bajo Manhattan, en contra de todos los consejos sobre viajes en estos días de covid, para ver la exposición en el Whitney. Necesitaba un poco de inspiración y me preguntaba si las obras de arte serían relevantes para mí aquí, en Nueva York, décadas después de su ejecución. Al fin y al cabo, nosotros también estamos saliendo de la aberración política que ha sido la administración Trump y su invectiva anti-inmigrante, inicialmente apuntada directamente a los mexicanos. De alguna manera parecía simbólico que Los tres grandes mexicanos estuvieran aquí más allá del último día de Trump en la Casa Blanca.
Entré en los salones con las paredes llenas de color y energía, y la banda sonora de la película inacabada de Sergei Eisenstein ¡Que viva México! llenaba el espacio. Danza en Tehuantepec (1928), la pintura de Diego Rivera de una costumbre popular, abre el paso hacia la exposición. Doscientas obras, 60 artistas, mexicanos y estadounidenses, cuidadosamente yuxtapuestos para ilustrar el impacto de la influencia mexicana. Además de Los tres grandes, otros artistas mexicanos importantes se encuentran en la exposición, entre ellos Miguel Covarrubias, María Izquierdo, Frida Khalo, Mardonio Magaña, Alfredo Ramos Martínez y Rufino Tamayo.
Algunos críticos de la exposición echan en cara que más de la mitad de los artistas expuestos son estadounidenses o extranjeros que se radicaron en el país, pero para mí esto demuestra el alcance de la influencia de los muralistas mexicanos. Obras de Philip Guston, Eitará Ishigaki, Jacob Lawrence, Isamu Noguchi, Jackson Pollock, Ben Shahan, y Charles White se encuentran intercalados con Siqueiros, Orozco y Rivera.