En Contacto, una de mis películas favoritas de Ciencia Ficción, basada en la novela homónima de Carl Sagan, transcurre a lo largo y ancho del filme, a veces de manera abierta, a veces solapada, la discusión a propósito de si hay vida en otros lugares del Universo, o si sólo floreció –florece– en la Tierra. Me parece que se trata de uno de esos tantos asuntos tan inútiles como maravillosos, que tienen la mayor relevancia, y sin ningún cuidado a la mayoría de nosotros.
De seguro saber que hay alguien más allá, arriba –o abajo, o a los lados-; alguien que también observa la noche cuajada de antorchas como hacemos algunos de nosotros, nos obligaría a revisar más de un elemento de nuestra visión del Universo y de la vida, así como nuestro papel en la creación, aunque probablemente a más de alguno no le gustaría el resultado. Por si las dudas ya hice mi propia revisión y me adapté, y la llevé a cabo no sin una gran dosis de alegría y esperanza: ya estoy listo para semejante noticia…
Por otra parte, averiguar semejante cosa quizá ayudaría a ser un poco; sólo un poquito… más humildes y reverentes ante la magnificencia de la creación. A su vez, tal vez esto propiciara que dejáramos de sentirnos el centro de todo, en una actitud que no es sino fruto de una enorme, pero de veras enorme, miopía, que tanto daño ha hecho, a la vida que está a nuestro alcance y a nosotros mismos.
Si me permite la imagen, somos como las pobres mulas a las que se coloca un trozo de cuero a los lados de los ojos –¡pobres animalitos!– para que no vean lo que hay alrededor y no se distraigan del camino que forzosamente deben seguir… Así somos, y a veces peor.
Hacia el final del largometraje, ya en el anticlímax de la historia, cuando la protagonista explica a un grupo de niños el Universo, vuelve a plantearse la cuestión, y ella contesta que de no haber vida en otras partes, y teniendo en cuenta el sinfín de luminarias que surcan el espacio, sería un enorme desperdicio de energía…
Recuerdo estas cosas ahora, a la vista de esta imagen del virreinal Puente de San Ignacio, que se ha puesto de moda a últimas fechas debido al proceso de restauración al que está siendo sometido.
Pero no me interesa destacar aspecto alguno de este proceso. ¿Qué voy a saber de esas cosas?, sino el hecho de que, según se observa en la fotografía, la antigua edificación ofrece una prueba del flujo caudaloso, inagotable y asombroso de la vida; algo tremendo, energía pura. Cuando estudié la primaria aprendí que para desarrollarse y subsistir, un vegetal requiere de tierra y agua. Pero he aquí que el puente de piedra está lleno de plantitas, incluyendo un nopal de ciertas proporciones, en la base de uno de sus arcos, además de un árbol empotrado contra una de sus paredes, que no aparece en la gráfica, y algunas ramas que salen de entre las piedras.
La verdad, me conmueve este hecho, el surgimiento de plantas como estas en donde sea; donde se pueda, en la piedra, que sobreviven en condiciones adversas, prácticamente sin tierra, sin atención alguna, con el Sol encima por horas y horas, soportando el frío, la falta de agua. Me conmueve su persistencia, ese desafío triunfante contra los elementos, una escena que vemos con alguna frecuencia donde sea, en las junturas de las baldosas, en el asfalto de las calles, en las paredes de los edificios, la vida surgiendo exuberante; salvaje, como en La consagración de la primavera de Stravinsky.
Sé que no se trata de un acto consciente; un acto de voluntad de su parte, sino resultado de la manera como fue diseñada la vida en el planeta pero, ¡caray!, ¡como me gustaría tener al menos la mitad de esta voluntad de sobrevivir; de salir adelante, que demuestran los vegetales!
Como digo, el paso sobre el río Aguascalientes, o San Pedro, o de los Pirules, se ha puesto de moda en las últimas semanas, debido al proceso de restauración al que está siendo sometido, y que ha polarizado a quienes se han interesado en el tema –quizá fuera un exceso decir que “a la opinión pública”–. Curiosamente son más los enemigos del procedimiento, por asumir que la construcción se daña –y hay quienes afirman que de manera definitiva– con el repellado que se le está aplicando, cuando en rigor este, o puede desgastarse con el paso del tiempo, o ser retirado del lugar, y curiosamente tampoco nadie ha reparado en el posible daño que podrían ocasionar los vegetales presentes, y en particular el árbol y las ramas, que quizá aflojen las uniones al abrirse paso entre las piedras.
Quienes desde el INAH defienden esta forma de actuar, se apoyan en que así se procedió cuando el puente fue construido, y muestran como prueba el interior de las bóvedas, en donde todavía se aprecia este enjarrado, tal y como se observa en la imagen.
Supongo que para salvaguardar esta obra de siglos tanto la hierba como el nopal fueron retirados de estos emplazamientos, y quizá el árbol también… De haber sido así, ya regresarán, ahí mismo o en otro lado, cerca o lejos, no ellos, sino otros como ellos: la vida siempre encuentra el camino para florecer, siempre; pura energía. (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected]).