Mucho se ha escrito en los últimos años acerca de la creciente desconfianza de la ciudadanía ante la ciencia actual, la objetividad, la verdad, la evidencia y los hechos. Se ha escrito acerca de la posverdad, de la progresiva desaparición de las y los expertos de los centros vitales de la sociedad, de los hechos alternativos, del negacionismo científico, de las teorías de la conspiración, de la pseudociencia, de las pseudoterapias, de las medicinas alternativas, de las noticias falsas, de la desinformación, de la infodemia y demás enemigos del conocimiento. También se han escrito, sobre todo después de la victoria electoral de Trump en 2016 y del Brexit, una cantidad formidable y creciente de análisis sobre el populismo y las crisis de las democracias liberales. Se nos ha instado a estar alerta sobre las señales que suelen presentarse cuando la democracia peligra, a no sucumbir ante el miedo, y a analizar las condiciones que posibilitan el ascenso de líderes populistas al poder. Una mera selección de los principales libros y artículos publicados al respecto llenaría un librero mediano. No obstante, estos temas suelen tratarse de manera independiente y, cuando se establece alguna relación entre ellos, es meramente contingente: parece que a los líderes populistas les desagrada la ciencia y parece que quienes desconfían de la ciencia prefieren a líderes populistas. El análisis no había pasado de constatar simplemente dicha correlación. La tiranía del mérito, del famoso profesor de Harvard Michael J. Sandel, se ha propuesto cubrir la carencia de una explicación a este respecto.
El argumento de Sandel es sencillo y polémico. Primero nos pide que analicemos tanto los resultados de los mecanismos de mercado como de los gobiernos de centro izquierda. Los mecanismos de mercado han ampliado de manera injusta las diversas desigualdades económicas y sociales. La brecha de las desigualdades se ha agudizado y el mercado desregulado ha mostrado que la mano invisible no es más que un mito que deberíamos abandonar. (Sobre la desigualdad también se ha escrito de manera profusa desde la publicación de El capital en el siglo XXI del economista francés Thomas Piketty). Estas crecientes desigualdades han encontrado diversas respuestas. Desde el ala neoliberal, se considera que un resultado natural de los mecanismos de mercado es que existan ganadores y perdedores. De manera adicional, quienes han resultado ganadores en la batalla económica han creído ser merecedores de su riqueza, pues esta se debe sólo a su trabajo arduo y no a otras cosas. Así, para los ganadores no han sido la diosa fortuna, las condiciones en las que han nacido, ni la estructura pública y social sobre la que han construido su capital, los responsables de su éxito: para los extractores del valor (como los llama Mariana Mazzucato) su victoria es sólo suya. No obstante, las respuestas de centro izquierda no sólo no han sido un contrapeso al mito del emprendedurismo, sino que le ofrecieron una justificación: el ideal meritocrático. Para las y los biempensantes progresistas, que suelen especular desde su propio privilegio, las desigualdades deben combatirse mediante la igualdad de oportunidades. De lo único que se trata es de ofrecer un piso parejo a las ciudadanas y ciudadanos, desde el cual su éxito es posible si trabajan arduamente. Pero el ideal meritocrático no es un ideal igualitario, sino una justificación de las desigualdades (Àngel Puyol, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, lleva algunos años señalando este punto, y ha considerado que los valores políticos de la libertad e igualdad necesitan el contrapeso de la fraternidad).
El siguiente paso de Sandel consiste en analizar el ideal meritocrático con lupa. Sandel considera que este se ha fincado en la promesa de la educación universitaria, la presunta verdadera máquina de la movilidad social. Pero, aunque las universidades en efecto posibilitaran la movilidad social masiva (hipótesis que no sólo es contenciosa, sino probablemente falsa), resulta cuando menos insultante la justificación progresista de las desigualdades en un mundo en el que cerca de dos tercios de la población no cuentan con las credenciales que ofrece la educación superior y, no obstante, trabajan de manera ardua (y quizá de manera mucho más ardua que aquellas personas que sí las poseen).
Así, la explicación de Sandel es la siguiente: la desconfianza ante la ciencia y el ascenso de líderes populistas al poder son efectos de una causa común. La mayoría de la población mundial tiene una reacción emocional negativa y justificada ante las elites intelectuales. La promesa progresista sólo era una quimera para disfrazar las desigualdades que sitúan a algunas personas (muy pocas) en la cúspide social y económica, y a otras (la mayoría) en el fondo. Aunque el argumento de Sandel adolece de una comprensión histórica y antropológica de la desconfianza recurrente ante la ciencia, creo que su línea de pensamiento es prometedora. Señala una posible causa (no la única, por supuesto) de la muy particular desconfianza ante la ciencia en la actualidad, a la vez que explica la correlación que esta desconfianza tiene con la presencia preocupante del populismo en los últimos años.
Quienes, como yo, creen que las pseudoterapias matan, que las pseudociencias son un mal público, que los movimientos antivacunas son peligrosos, que la democracia requiere contrapesos epistocráticos (en los que las y los expertos deben tomar algunas decisiones de interés público), que el populismo es una amenaza real y tangible contra la democracia, y que debemos de combatir de manera frontal y decidida a los diversos enemigos del conocimiento (y de la verdad y la objetividad), nos haría bien considerar el argumento de Sandel. Muchas veces creemos, de manera equivocada, que nuestra cruzada debe adoptar los tonos de un robusto racionalismo. Pero a quienes queremos reconducir al camino de la ciencia y el conocimiento no les son útiles argumentos sesudos ni disquisiciones profundas y técnicas. Esas personas han sido insultadas tanto por el mercado, como por políticas y políticos profesionales de derechas e izquierdas. Esas personas trabajan horas extras, turnos adicionales y a veces arriesgan el pellejo (y ahora en medio de una pandemia). Su trabajo requiere una reivindicación social y la comunidad científica requiere acercarse a la ciudadanía. Necesitamos abandonar el ideal meritocrático, justificador de la pobreza y las atroces desigualdades, y reimaginar nuestros valores y nuestros ideales. Necesitamos una sociedad libre, igualitaria y fraterna. La defensa de la ciencia, del conocimiento y de la democracia debe ir aparejada de una defensa de una sociedad en la que no haya más ganadores ni perdedores. (A mí me gustaría frasearlo de otra manera, quizá una que suene menos ingenua: una sociedad en la que pudiéramos, en la medida de lo posible, tanto tener cierto control sobre el resultado de nuestros esfuerzos; como una en la que al menos la salud, el acceso a la educación de calidad y la seguridad no estuviesen determinadas por el engañoso mérito).