No se puede mirar al cielo sin que la vista sea ensuciada con algún espectacular, poco falta para que vivamos los escenarios distópicos de Blade Runner y esos anuncios no necesariamente se encuentren en una estructura ajeno al edificio y se integren a la obra, los arruinados paisajes urbanos empeoran en tiempos electorales, ya que ante la posibilidad de ocupar una candidatura la clase política acude a la única fórmula que se le ocurre, venderse como un producto.
Quién no enseña, no vende, establece el dicho, que funciona perfectamente para una tienda de abarrotes, no para una campaña política, sin embargo, el marketing les ha vendido a los políticos que exhibirse es indispensable; y sí, mostrar las ideas, propuestas y argumentos que te hacen merecedor de un voto merecen ser puestos al alcance de los electores, incluso de la misma forma en que se revelan las consecuencias positivas para el consumidor de adquirir un producto.
Un anuncio de cualquier champú hace imaginar que los beneficios de usarlo serán similares a la belleza y brillo de la cabellera de la modelo que aparece en el comercial, y esa síntesis la clase política la confunde con la necesidad de que su rostro aparezca en la publicidad de su oferta.
Las etiquetas con que se acompaña en la publicidad a un producto suponen que son las que genera u obtendrá el consumidor, lo que no funciona de la misma manera cuando intentas vender un argumento político, pero eso no detiene a los aspirantes a exhibir su rostro junto a palabras como honradez, libertad, cambio, orden o cualquiera que saquen del arcón de los mismos lemas sobados de siempre.
Confundidos en que son un producto, los candidatos sólo son capaces de traducir el significado abstracto de las ideas que promocionan a sus características físicas, como si la libertad fuera una sonrisa de dientes blanquísimos, la democracia, una cabellera bien peinada o la justicia, el color de unos ojos.
Presos de esa confusión, los aspirantes se castigan a sí mismos imponiéndose la obligación de un modelo de belleza físico, se obligan a sesiones fotográficas o de video que antes de sintetizar su propuesta se concentran en adornar el sitio en el que se acomodan para lucir su belleza.
Si de por sí la exhibición del físico como valor puede parecer grosero, se transforma en soez que los espectaculares insistan en establecer que la clase política es la de los privilegios, antes que leer las propuestas, se ostenta que se encuentran en niveles distintos a los mortales que desde la parada del autobús o cruzando la acera tienen que levantar la vista para encontrarse con alguien que muestra lo lejos que está del piso.
Obnubilados con la multiplicación, los aspirantes dejan de observar que la multiplicación de su retrato es un insulto a la inteligencia de los electores, pues no ofrecen nexo alguno entre los resultados, propuestas o argumentos al atarlo a su imagen.
A nadie se engaña con esos espectaculares y, sin embargo, todo indica que seguiremos viendo las mismas prácticas de marketing político, a pesar de que la pandemia exija formas creativas de llevar una idea a los electores, frente a la necesidad de modificar las estrategias de las campañas por la obligatoria distancia social, los equipos de los aspirantes no logran dar con una idea que no sea la reproducción ad nauseam de esas imágenes.
Diferente no es repetición y disruptivo no es multiplicación, no importa cuánto se esfuerce un grupo de profesionales en embellecer lo que está vacío.
Coda. “La única ruptura válida es el rompimiento con lo aprendido y dominado, no la que sirve para disfrazar la torpeza, la indolencia o la ineptitud”, escribió José Emilio Pacheco, la exhibición.
@aldan