Mario Gensollen y Víctor Hugo Salazar
Desde sus orígenes, la medicina ha causado miedo y recelo entre la población. Al inicio, las personas disponían de buenas razones para incrementar su escepticismo. Hipócrates, en la antigua Grecia, recuperó una idea egipcia para curar las afecciones de sus pacientes: hacerles sangrar. Aunque rara vez lo hacía, pues prefería técnicas dietéticas. Las sangrías se fundamentaban en una hipótesis que hoy en día puede sonar fantasiosa: los fluidos corporales –llamados “humores” por los griegos– debían encontrarse equilibrados en el cuerpo humano; por tanto, las afecciones eran causadas por desequilibrios humorales. Fue Galeno quien desarrolló la técnica y la uso a mansalva: hacía sangrar a sus pacientes, incluso cuando su afección era el sangrado. Durante siglos las sangrías se consideraron una intervención clínica necesaria y bien fundamentada. Durante el siglo XIX, Benjamin Rush apoyó con euforia este tipo de tratamiento, al punto en el que él mismo murió a causa de una sangría a la que se sometió cuando padecía tifus. Las personas sangraban un litro al día durante dos semanas, cuando los protocolos actuales prohíben donar más de un litro bimestral. Sangrías, ungüentos irritantes, contrastes intolerables de temperatura, purgas violentas…, eran tratamientos recomendados por los médicos premodernos. No debería sorprendernos que la medicina no generase confianza, y cualquier enfermedad, lesión o afección causarán terror: a quienes padecían apendicitis se les dejaba morir, y las fracturas expuestas por lo general ocasionaban la muerte.
A la par de una práctica clínica mal fundamentada y peligrosa, surgió la teoría germinal de las enfermedades infecciosas y se consolidaron las prácticas antisépticas, las cuales mostraron que la falta de higiene del personal médico al tratar las heridas de sus pacientes causaba muchas veces su muerte. De 1885 a 1985 se dieron pasos enormes en las ciencias de la salud: el descubrimiento de la penicilina en 1928 y su primer uso clínico en 1941, el de la cortisona en 1949, el de la estreptomicina en 1950, la primera cirugía a corazón abierto y la vacuna contra la poliomielitis en 1955, el primer trasplante de riñón en 1963, el desarrollo de la quimioterapia en 1971, la fecundación in vitro en 1978, la angioplastia en 1979…, y la lista se queda muy corta. Creímos, a partir de los resultados positivos con el cáncer infantil, que venceríamos en el corto plazo al cáncer. Creímos que el uso de la penicilina desterraría a las infecciones. Nos equivocamos: muchos tipos de cáncer han resultado prácticamente invencibles, y las enfermedades infecciosas resultaron más resistentes que lo previsto.
Los claroscuros de la historia de la medicina generan sentimientos encontrados en la población. Y las razones de sus más grandes luces son también razones para suscitar las peores sospechas. La medicina no sólo es una ciencia, también es una práctica; no solo es una ciencia, también es una profesión. Por ello, en primer lugar, no debería resultar sorprendente el recurrente atraso de la práctica clínica con respecto a la investigación biomédica. No obstante, la sospecha que genera este retraso natural enfoca la mirada de las y los escépticos en la industria farmacéutica y hospitalaria. En segundo lugar, la medicina no sólo es una ciencia y una práctica clínica, también es una institución social. Fue hasta que en Alemania la enseñanza médica se afilió a las universidades, y en Norteamérica los estudios médicos se fundamentaron en las ciencias naturales y en dos años previos de instrucción generalista universitaria, que la medicina logró imponer controles y supervisión profesional a las prácticas individuales. Lee McIntyre, en su reciente libro The Scientific Attitude: Defending Science from Denial, Fraud, and Pseudoscience, ha afirmado que es justo esta institucionalización lo que transformó para bien a la medicina moderna. No obstante, la institucionalización médica también ha generado críticas y sospechas. Ivan Illich, sacerdote católico y anarquista, en su Medical Nemesis: The Expropriation of Health, consideró a la medicina institucional como una amenaza para la salud, puesto que, como todas las herramientas que permitieron el progreso humano durante la modernidad, era contraproductiva: alienaba los valores de uso mediante la propagación de la producción a gran escala de valores de cambio. Illich señaló que las enfermedades seguían siendo causadas en mayor medida por la intervención clínica, a lo que denominó “enfermedad iatrogénica”. Señaló que los mecanismos institucionales de los sistemas de salud sólo producían beneficios cuantitativos, no cualitativos. También consideró que lo que una persona de manera autónoma puede hacer por su salud resulta más efectivo que lo que otros puedan hacer por ella. A su estela, Thomas McKewon, en su The Role of Medicine: Dream, Mirage, or Nemesis?, consideró el rol de la medicina como siniestro y mal orientado. A pesar de estas críticas, puede señalarse que son contingentes a la práctica médica institucional de momentos y lugares específicos, y no críticas de principio a la institucionalización como tal de las ciencias de la salud. Así, puede concluirse que, aunque estamos lejos de tener sistemas de salud eficaces y equitativos, el camino de la institucionalización es el correcto y es el que permitirá, a la postre, que las curas dejen de ser más costosas que las enfermedades.
Las sospechas con respecto a la medicina moderna institucional también pueden resultar peligrosas, y mucho. Las repercusiones del escepticismo con respecto a las instituciones médicas hace que las personas busquen otras alternativas. No debería sorprender que en la actualidad más de 150 pseudoterapias gocen de cierta reputación entre la ciudadanía, ni que el 25.9% de las y los europeos, por ejemplo, hayan utilizado pseudoterapias en 2020. Esto implicaría, sólo para el continente europeo, a 192 millones personas siendo engañadas. Es en este contexto en el que hay que situar la publicación en octubre de 2020 del Primer manifiesto mundial en contra de las pseudociencias en la salud, que recoge 2 mil 750 firmas de científicas y científicos de 44 países (https://bit.ly/2LeCYHx). Su afirmación inicial es contundente: “las pseudociencias matan” y “Matan a miles de personas, con nombres y apellidos”. Los datos para sustentarla son abundantes y contundentes.
En el contexto de los programas de vacunación para la covid-19, haríamos bien en reevaluar, si las tenemos, nuestras sospechas contra la medicina institucional moderna. Si bien es cierto que nuestras instituciones requieren mejoras, y no pocas, no habríamos de tirar el agua sucia con el niño dentro. Los movimientos antivacunas son más peligrosos que las vacunas, y nuestra posible falla de comprensión de un hecho como este puede costar vidas. Seamos responsables y abandonemos, después de al menos investigar un poco, nuestras añejas resistencias ideológicas. Las vidas de seres humanos, con nombres y apellidos, dependen de qué tan humildes seamos y qué tanta deferencia tengamos ante la verdad.