Decoro es una de esas palabras que excluimos de nuestro vocabulario porque las características que engloba parecen alejarse del comportamiento al que nos obligan las nuevas formas de comunicación; sin pensarlo mucho, se soslaya que el decoro tiene que ver con respeto, conciencia, reverencia, consideración estimación y honra que se debe a una persona, para excluirla de nuestro lenguaje se le reduce a una de esas cosas que vienen en los viejos manuales de comportamiento, que ya no corresponden a la realidad que vivimos.
Se justifica la falta de decoro por la exigencia de transparencia, por la necesidad de exponer a la luz todo lo que acontece, se le relega confundiendo máxima publicidad con máxima exposición y, con ello, anulando las fronteras entre lo público y lo privado.
Exigir transparencia a una institución o a un servidor público es una obligación ciudadana, ese conocimiento permitirá cuestionar y consolidar el contrato social, el funcionamiento del Estado, perfeccionar nuestras instituciones; llevar esa demanda a la esfera íntima es rendirse como individuo, convertirse en objeto.
Roland Barthes llama la era de la Fotografía “a la irrupción de lo privado en lo público, o más bien a la creación de un nuevo valor social como es la publicidad de lo privado: lo privado es consumido como tal”, en La cámara lúcida señala además que “la ‘vida privada’ no es más que esa zona del espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender”.
Esa resistencia necesaria, dividir entre lo público y lo privado, la hemos dejado a un lado por la búsqueda de aceptación de los otros, no del otro, los otros a los que entregamos el derecho de invadir nuestra intimidad compartiendo cualquier cosa que nos ocurra o se nos ocurra.
En la búsqueda narcisista del Me gusta o Encorazona, exponemos nuestra privacidad a costa de ser sujeto, responder a la velocidad de las cosas obliga a no reflexionar sobre aquello que exponemos, sin pensar, más que una fotografía o una anécdota, regalamos a los otros la autoridad para juzgarnos, moldearnos, de acuerdo a criterios que no conocemos del todo.
Todo es contexto y eso se olvida cuando exponemos nuestra intimidad, cuando se entrega lo privado en las redes sociales, una vez que se exhibe la forma en que actuamos con el otro, nos rendimos a ser comparados a un modelo que no corresponde a la realidad. Nuestra vida amorosa, las profesiones de fe, las certezas o miedos que nos individualizan, son cotejados de acuerdo a un molde que en la realidad no existe. Nunca vamos a ser como la pareja ideal, los padres perfectos, el amigo entrañable o el trabajador profesional de la ficción, a pesar de saberlo, nos exponemos al juicio de los otros, confiados a que la masa nunca se equivoca.
Dedicamos demasiado tiempo a demostrar a que somos felices, como los otros quieren que lo seamos; nos obsesiona mostrar empatía con lo lejano para ser juzgados como buenos; incluso sometemos a la aprobación ajena nuestro sufrimiento; todo con tal de aumentar nuestra presencia en las redes, sin darnos cuenta el daño que provoca esa exhibición.
La pérdida del decoro sí tiene consecuencias, es posible que en redes aumente nuestra audiencia, se obtengan los ansiados Me gusta, acumulemos corazones… desconectados de la red, hemos de enfrentar el olvido de la necesaria conversación con el otro, con uno mismo.
Coda. Ana Karenina inicia con la siguiente sentencia “Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera”, la tendencia a seguir modelos perfectos, ideados para aparentar la felicidad, llevan a la una desdicha única: la anulación de lo privado, ser objetos.
@aldan