En estos días, luego de la muerte de quien fuera el séptimo obispo diocesano, he escuchado sobre él cosas inauditas durante los años de su episcopado… Por ejemplo, no me queda claro que quiso decir exactamente el Arzobispo de Guadalajara, eminentísimo señor Francisco cardenal Robles Ortega, que presidió las exequias del difunto, cuando señaló que alcanzaría “el premio de los siervos prudentes”. Digo que no me queda claro, no por lo primero, sino por lo segundo… No cabe duda que la muerte transforma a las personas, las transfigura, tal y como señaló con exacta sabiduría Chava Flores.
Quedan atrás su intolerancia, expresada en hechos como la censura, en 2010, de un mural en la Casa de la Cultura de Encarnación de Díaz, “que mandó borrar”, y quizá otro que veamos en próximos días; sus manifestaciones homofóbicas; el gozo que le causaba mezclar los asuntos de Dios con los del César, su insistencia en unir alegremente lo que la Historia separó a punta de balazos –recuérdese, por ejemplo, la demanda interpuesta ante el tribunal electoral, por la intervención eclesiástica en las elecciones de gobernador de 2016–; su trato bronco, atravesado…
Tengo la impresión de que, en general, Aguascalientes no le gustaba; no se sentía a gusto entre nosotros, digo: entre la raza; la gente sin nombre ni prestigio. Considere, por ejemplo, esta imagen, tomada el 12 de agosto de 2008, en el contexto del que fue su primer quincenario de la Asunción. Uno supondría que estaría entusiasmado ante semejante despliegue de fervor, la asistencia de personas, el acercamiento de la gente a su investidura; sorprendido por esto que quizá no fuera novedoso para él, una variación de algo que ya conocía, pero que era de su nueva gente, su feligresía. Pero no: nuevecito como estaba, se le ve hastiado, harto, como si se preguntara ¿qué rayos hago aquí?… De hecho hace tiempo escuché, y no precisamente del de la frutería, o del carnicero, que habría pedido su cambio, y que probablemente vendría en su lugar un auxiliar de Monterrey.
Claro que una imagen no hace un álbum fotográfico, y hay otras fotografías, muchas más, donde ríe y sonríe. Igual estaba en un mal día, o le dolía el estómago; algo había que le hacía tener esa expresión, pero en todo caso me parece que es esta una imagen simbólica, esto sin mencionar la extraña coincidencia de que justo en el momento en que abrí el obturador de la cámara, pasaba ante él un joven con cubrebocas, volteando hacia el otro lado.
En fin. En descargo de lo anterior también es preciso recordar que fue él quien salvó el atrio de Catedral del despropósito de eliminarlo, en el transcurso de la remodelación de la plaza realizada por el antiguo régimen en 2014, y eso se agradece. ¡Vaya usted a saber en qué basurero habría terminado el virreinal reloj de Sol que está en esquina nororiente del atrio! (o en la casa de quién).
¿Qué voy a saber de estas cosas?, porque no sé si él y su homólogo emérito de Autlán, Gonzalo Galván Castillo, que también murió, se contagiaron en esa comida que se ha tornado legendaria, y cuyas fotografías han circulado como estampitas repartidas a la salida de misa.
¿Quién seguirá después de ellos? ¿Ese que está sentado a la izquierda en la gráfica, por lo pronto muerto de risa? ¿Aquel de la derecha? Por cierto que después circuló en WhatApp esa misma fotografía, pero trucada –¡oh, ingeniosa maravilla del escarnio!, a veces lo único que nos queda–, con el agregado del logo de la campaña gubernamental en marcha en contra de don Covid19; aquello de ¡Cuídate! ¡Tu vida corre peligro!
No sé si se contagiaron ahí (¿sería denunciada esta reunión a la Guardia Sanitaria?), pero hay en esas imágenes un mensaje ominoso; lamentable, porque quienes nos encabezan, quienes nos piden que nos guardemos; que nos cuidemos, que no nos amontonemos ni asistamos a reuniones, que usemos cubrebocas, no sólo no nos dan ejemplo, sino que hacen lo contrario, y beben vino, como si fueran cultos. Entonces, para la pobre cultura de algún sector de nuestro pueblo, que en lugar de aprender lo bueno de otros aprende lo malo, semejante espectáculo sería suficiente razón para no acatar la instrucción. ¿Así como?
En fin. Los restos del prelado fueron puestos bajo piso de la capilla de Lourdes de Catedral; un espacio al que sólo se accede desde el atrio, que tan bien defendió de la acechanza gubernamental. Este acto ocurrió en la madrugada del 15 de diciembre. Imagino a los hombres que realizaron la maniobra a esa hora infame, sumidos en el silencio, el frío y la oscuridad nocturna. ¿Hay aquí una metáfora? Desde luego que no, y en todo caso la medida obedeció a la necesidad de evitar la reunión de personas –ahora sí–, por aquello de la muerte aérea que ha emponzoñado nuestra atmósfera. Pero sí la hubo en la misa de exequias, que se realizó a puerta cerrada, sólo con la asistencia de las élites; lejos de la gente que hace de la visita del obispo un día de fiesta, y adorna la calle principal del rancho con guirnaldas en amarillo y blanco, o blanco y azul, y contrata al mejor grupo de danza de los alrededores, y lanza cohetes…
En fin, imagino a estos hombres metidos en sus trajes de astronauta, aspirando aire plástico mezclado con el aroma de la tierra recién descubierta; desenterrada, y recuerdo haber escuchado que al inhumado le encantaba apersonarse en la corte de su mentor, el atrabancado cardenal Juan Sandoval Iñiguez (alguna vez oí decir que en realidad su cargo era el de “Nuncio de la arquidiócesis de Guadalajara en Aguascalientes”), o al pueblo alteño donde vio la luz primera. Creo que estos hechos, entre otros, ponen de manifiesto que no le gustaba estar aquí; que era como si lo hubieran castigado, y enviado a Aguascalientes a expiar alguna falta muy grave, y que lo soportaba de mal talante.
Pues bien: aquí se queda de manera definitiva, o hasta que el mundo explote; lo que ocurra primero. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].