Existe una metáfora conceptual detrás, y de manera inconsciente, de nuestra forma de caracterizar y describir nuestros intercambios argumentativos: la de la argumentación como guerra. Esta metáfora fundamenta un marco, una estructura mental que, para las y los lingüistas cognitivos, moldea nuestra visión del mundo, los objetivos que perseguimos, los planes que trazamos, el modo en que actuamos, y lo que solemos considerar como un buen o mal resultado de nuestras acciones. Así, si la metáfora bélica es la que opera en nuestro marco conceptual sobre la argumentación, no resulta sorprendente que cuando argumentamos busquemos ganar y no perder la discusión, que atendamos a los procesos que pueden llevarnos a la victoria, que recurramos a estrategias poco razonables pero efectivas para vencer a nuestros oponentes, y que nos parezca un fracaso no lograr que nuestra audiencia se adhiera a nuestro punto de vista. No obstante, y siguiendo los consejos de los propios lingüistas cognitivos enactivistas, los marcos pueden modificarse cuando se ofrecen mejores alternativas. Una alternativa será la de la razonabilidad, pues arroja mejores resultados en la argumentación. Considero también que dichos resultados son, al menos en parte, de naturaleza epistémica.
Un primer problema con la metáfora bélica, cuando se aplica a la argumentación, es que da la falsa impresión de que la argumentación siempre surge como respuesta a un desacuerdo. En otras palabras, que el desacuerdo es una condición necesaria para la argumentación. Esto es, cuando menos, inexacto. Es falso que siempre que ofrecemos razones en favor de algo lo hagamos porque la otra persona no está de acuerdo con nosotros. Una trampa habitual consiste en sugerir que nuestras argumentaciones al menos anticipan un posible desacuerdo. Lo cierto es que sí solemos recurrir muchas veces a la argumentación cuando nos enfrentamos a un desacuerdo. Quizá lo hacemos debido a que es la manera menos violenta de enfrentar una desavenencia, que de otra forma podría llevarnos a la violencia explícita de la agresión o implícita de la ley. Ahora bien, no resulta claro a quienes estudian la argumentación de que exista evidencia empírica de que la argumentación suela ser un medio fiable para resolver desacuerdos. Además, argumentamos muchas veces sin que exista un desacuerdo presente y sin anticipar desacuerdos futuros. Lo hacemos con frecuencia con personas que comparten nuestros puntos de vista, y lo hacemos, por ejemplo, para reforzar lazos humanos. Así, el desacuerdo no es una condición necesaria para la argumentación.
En segundo lugar, hacemos mal al considerar los desacuerdos como confrontaciones. Estar en desacuerdo con otras personas es una situación normal en un contexto pluralista. Nuestras democracias liberales fomentan la libertad de conciencia, creencia y expresión, cuyo ejercicio tiene como consecuencia que los miembros de una sociedad tengan creencias, intereses, expectativas…, distintas. Por supuesto que el desacuerdo nos puede llevar a la confrontación, puede llevarnos tanto a discutir de maneras poco razonables, como puede llevarnos a la violencia. Pero ¿acaso todas las personas llevan el desacuerdo hasta límites tan poco razonables? No. Hay quienes ven en el desacuerdo, y en nuestras múltiples desavenencias, oportunidades. Piensan que frente al desacuerdo nos toca aprender y mejorar. Así, el desacuerdo sería una situación potencialmente benéfica para mejorar nuestro sistema de creencias, haciendo que progresemos epistémica y/o moralmente. El desacuerdo puede ayudarnos a maximizar nuestras creencias verdaderas y minimizar nuestras creencias falsas, tanto acerca del mundo como acerca de lo que creemos correcto hacer.
Eliminados estos dos presupuestos, deberíamos abandonar el marco bélico de la argumentación. Si el desacuerdo no es una condición necesaria para la argumentación, y el desacuerdo no nos lleva necesariamente a la confrontación, podemos ver en la argumentación un medio: uno en el que nos ponemos en situación de posiblemente modificar nuestras creencias antes mejores razones que las que disponemos. Así, el desacuerdo puede ser una buena noticia, y la argumentación una manera de celebrar nuestras desavenencias en busca del progreso.