En realidad la denominada Calavera Catrina no tiene nombre… Apareció en 1913 en una hoja de versos titulada “Remate de calaveras alegres y sandungueras”. La fecha es importante, dado que su autor, José Guadalupe Posada, murió el 20 de enero de aquel año. Entonces, claramente es este uno de los últimos grabados que realizó el artista aguascalentense, y que consta sólo de la cabeza retocada por un sombrero del que brota una cascada de plumas.
Hace unos años, cuando la última ocasión en que Posada estuvo de moda, el grabado, que no dibujo, recibió el nombre de Garbancera, por el subtítulo del escrito: “Las que hoy son empolvadas Garbanceras, pararán en deformes calaveras.
Años después el pintor Diego Rivera le agregó un cuerpo de cuyo cuello pende una estola hecha con una serpiente emplumada. La imagen ocupa nada más y nada menos que el centro del espléndido mural Sueño de una tarde de domingo en la Alameda, y aparece del brazo de Posada. Entonces fue nombrada “Catrina”, y de ahí a la eternidad…
Carlos Monsiváis afirma que el gusto popular la ha convertido en “uno de los cuatro o cinco grandes símbolos nacionales, al lado del águila y la serpiente, la figura de Zapata, el rostro de Juárez, y el Zócalo”.
Por mi parte agregaría otros, pero estos días andamos ¡taaan susceptibles; tan miopes! que mejor aquí le paro. A la hora de intentar una explicación a propósito del enorme arraigo de la Catrina, Monsiváis afirma que se trata del “engalanamiento en el paraíso de los ahogados y los fusilados, el comportamiento adecuado en la más drástica de las circunstancias. Posada multiplicó la actividad de las calacas…pero sólo con la Calavera Catrina logró la personalización clásica de la muerte, una muerte con estilo, desfachatez y muchas ganas de aplauso”. De aquí que la Catrina sea la expresión de la Muerte Mexicana, mucho más que sólo un grabado. Es nuestra compañera de vida; nuestra amiga, esto porque anda siempre con nosotros, en tanto estemos vivos, hasta que nos llegue el turno y devore nuestra pobre humanidad.
Ahora bien, cualquiera que conozca medianamente la cultura funeraria de México sabe que en rigor la muerte no existe, y que los muertos no son tales, sino seres que viven en otra dimensión, y por eso se les visita en los panteones, se les reza, se habla con ellos, se come en sus tumbas; se les lleva buen mezcal para que beban…
Pero de seguro existen otros elementos de tipo estético que hacen popular a esta figura. Por mi parte advierto que se trata de una imagen agradable a los ojos, que irradia una gran dignidad, gracia y coquetería, y una elegancia que se pone de manifiesto en el sombrero, el encaje del ala, las plumas, y los aretes, aparte de su boca entreabierta, que en conjunto nos ofrecen la certeza de que de ninguna manera está muerta, y nos mira con sus ojos cuajados con una desconcertante inocencia… “¿En qué quedamos, pelona: me llevas o no me llevas?”
La Catrina es tan popular y nuestra; tan inocente y agradable, que cada año por estos días, a lo largo y ancho del país miles de niñas y jóvenes mujeres se caracterizan como ella y pasean orgullosas por las calles.
Es una imagen que nos expresa: la observamos y llegamos a la conclusión de que, efectivamente, así somos. Por eso nos identifica como mexicanos, y por eso nos enorgullece. No hay en ella maldad alguna, y a nadie ofende.
Es tan popular y nuestra, que se aparece en una humilde bolsa para el mandado, su nombre al lado del de México, como si una representara al otro, o viceversa; una bolsa que no se vendía en la tienda de objetos artísticos de algún museo, sino en un mercado de Oaxaca, la obra maestra del artista aguascalentense; la Muerte Mexicana. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].