Para Marce, Lalo, Armin, Tulia, Marvin y Mony, Juan Carlos Díaz, Alfredo, Lupillo, Yola
Seeman, Gil y Erika, don Pepe, y todos los que han sido cómplices en la FIL
Esta es la peor FIL de mi vida: virtual, sin alcohol, atacada por el presidente, con mis amigos lejos y yo aislado; y a pesar de todo, ahí está, ese evento cultural (no dudaría en llamarlo el más importante de nuestro país) que, a viento y marea (contra-Covid) se desarrolla como cada año, solo que ahora digital, estantes en la pantalla, autores disertando en Zoom, el Youtube como esa sala de conferencias en que nos formábamos horas para poder escuchar a alguno de los autores estrellas que participaban (nunca olvidaré a Vargas Llosa). Escucho los discursos de inauguración que hacen férrea defensa de la misma, en contra de un tirano que ¡vaya contradicciones de la democracia! se asume como apologista de la cultura (¡de la libertad!) pero que daña una institución tan fundamental para el mundo, para México, como la FIL.
Año con año desde hace 18, acudía a una cita que esperaba con ansiedad durante todo el año; y es que, no sólo es maravilloso el placer de la lectura, es el libro como objeto: tocarlo, sentirlo, desnudarlo, acumularlo. La mayor emoción viene en los albores de la expo Guadalajara, el mismo ticket de entrada (que procuro conservar) la expectativa de cómo se ha montado el pabellón del país invitado (puerta de ingreso a toda la feria) las novedades, a qué autor podremos saludar; tal vez sea el eficaz vodka con el que siempre me pertrecho para hacer mejores compras (¡sé que no es ortodoxo cargar una botella durante toda la FIL, es una mala maña!). Siempre viene a la mente Greenaway, en The Pillow Book (1996) una oda al libro y a la escritura como sólo el director galés podría concebirla: “Dos cosas no nos han de faltar –se escucha en la película–: las delicias de la carne y las delicias de la literatura”.
Mientras escribo esto, veo una pila de libros, son una gran parte de los que adquirí el año pasado (cerca de diez aún con su celofán), esperando leerlos se me fue el año; aún así, hay que comprar, una biblioteca en realidad, no recuerdo quién lo decía, es un proyecto de lectura. Así que, ya no caben en los libreros y se acumulan (como la mayoría de las bibliotecas de mis amigos) en peligrosas torres que parecieran amenazar con derrumbarse, pero el equilibrio que el mismo libro acarrea en su integridad, genera una especie de karma que las mantiene así, incólumes, inamovibles, con un poco de polvo, solo esperando ansiosos, las manos que los tomen y los ojos que se posen en ellos.
Este año no hay amigos, ni fiesta en Guadalajara (¡sus cantinas, sus antros que redondean la vuelta a la FIL!) no podemos comprar directamente, pero lo haremos de forma digital. Y recuerdo con nostalgia que cada año mi paseo en la expo, mis compras, terminaban cuando la bebida espirituosa llegaba a su fin, mirando la botella exclamaba, como el personaje de José Rubén Romero en La vida inútil de Pito Pérez: “¡Todo se ha consumido!”. El ritual de los filántropos llegaba a su fin; como en el libro de los muertos de The Pillow Book, nos encaminábamos hacía lo que para nosotros cada año sería la muerte, el dejar atrás la FIL, apenas conservar una microscópica parte de ella, ni siquiera el folklórico puño de tierra; el fin de una botella y el adiós a las letras y a los libros; parafraseando a Philip Roth en La Leyenda del santo bebedor: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. Este año, me preparo un té de mil ingredientes para atacar la tos y brindo: ¡Larga vida a la FIL conservadora!