Cigarrillos afuera de un velatorio/ El peso de las razones  - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Cuando estaba en la Ciudad de México mi rutina era brutalmente monótona. O así la experimentaba. Por las mañanas, la oficina, los mails, alguna cita o entrevista. Por las tardes, leer y escribir. Cuando llegaba la noche, tomaba siempre el mismo camino hacia mi claustrofóbico departamento. Todas las noches daba vuelta a la derecha en Gabriel Mancera y Félix Cuevas entre siete y nueve de la noche. Justo en esa esquina estaba Gayosso (aún sigue ahí). Todas las noches observaba a las personas ensimismadas, vestidas con oscura elegancia, fumar con melancolía y tristeza absolutas. Todos fumaban. Aunque los veía de reojo, siempre se repetía una y la misma estampa: la muerte y el humo de los cigarrillos.

Hay una dignidad distinta en cada muerte y rito mortuorio. Ahora recuerdo uno de los pocos textos que apreció de Sabines, “La procesión del entierro”. Recuerdo bien el patetismo, la dignidad y la ternura del hombre que carga en hombros el pequeño féretro blanco, deteniendo el tráfico del pueblo. También recuerdo la ingeniosa caricatura que nos brinda Cortázar en su “Conducta en los velorios”.

Aun así, algo hay de distinto en los espectros que poblaban las afueras de la entrada principal de Gayosso. Todos, como se puede inferir a partir de las cuotas de la funeraria, de un estrato económico estable o alto, víctimas del consumo y la estética higiénica del siglo veintiuno. Todos, sin duda, clientes de gimnasios, clínicas de belleza y correcciones plásticas. Todos, todas, miembros de la comuna del paranoico cuidado físico. Aun así, ese momento parecía darles licencia para dar unas caladas al tubo asesino. El momento no sólo lo ameritaba, y el cigarro no sólo era un adorno de la pena. Fumar era una consecuencia, a veces necesaria, pero siempre simbólica, de estos hombres y mujeres a los que la muerte le había dejado una pequeña muestra de su inevitabilidad. 

Por un segundo, estos hombres y mujeres quienes vivían en lucha diaria contra la muerte –antifumadores agresivos, deportistas entusiastas– percibían esa lejana sabiduría inscrita en la condición humana: hagan lo que hagan morirán. Se daban cuenta que sus empeños, del todo heroicos y ascetas, no conseguirían ganar la batalla que desde que son humanos han perdido por anticipado.

Quizá otra verdad se les hacía patente de manera implícita y quizá sólo mientras fumaban afuera de Gayosso. Una mucho más sutil, mucho más profunda. Una que no toca el lugar común del “todos vamos a morir”. Y es que la muerte no es un acontecimiento: no se muere en el instante que se deja de respirar. Peor aún: la muerte no es algo que nos va a pasar (futuro), es algo que nos está pasando (presente). Vivir es estar muriendo. Sólo por eso no tiene caso luchar en ese momento, sólo en ese instante el presente es presente, sin mayores pretensiones. Y el humo se diluye en ese instante del presente supremo.

“Los ricos sólo piensan en el futuro”. Bien podría ser la frase de inicio de una novela costumbrista. Y es así en algún sentido: los miserables viven día a día como un destino impuesto desde fuera. Su lucha diaria es por la sobrevivencia. Por el contrario, los ricos tienen asegurado el hoy, sus pensamientos sólo rondan el mañana. Pareciera así que mientras fumaban, tristes, algunos apacibles, se han vuelto miserables por un momento. En su cabeza sólo hay lugar para ese instante. Ésa era suficiente licencia para prender e inhalar con paciencia. Con sobrada tranquilidad y tristeza. Con resignación. Con sabiduría ignorante de su gran descubrimiento.

Al día siguiente, después del entierro, irían a sus casas y seguirían pensando en el futuro. No más cigarrillos.

El presente es patrimonio de los pobres, y por algunos instantes, de los familiares de los muertos que son velados en Gayosso.

Ahora mismo, mientras fumo, pienso en la extraña conexión entre ambos fenómenos. Las personas fumaban en aquellos días afuera de Gayosso, y pareciera que fumaban hasta quienes no lo hacían. Tomaban el cigarro, inhalaban, tosían, pero fumaban. 


La muerte se les había hecho patente y el cigarro parecía un símbolo de la futilidad de cualquier esmero.

Ahora, también recuerdo a Sartre: “Los hombres mueren y no son felices”.

 

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