La semana pasada, el pecado nefando obtuvo una importante victoria sobre su peor enemigo histórico, la Iglesia Católica: el papa Francisco I reconoció el derecho de las parejas homosexuales a formar familias reconocidas por la ley. Aunque su declaración fue muy cautelosa y no exime del fuego eterno a la comunidad gay, es un avance digno de encomio, que tal vez contribuya a disminuir la homofobia en Latinoamérica, donde muchos católicos violentos creen que la moral judeocristiana les otorga una indulgencia plenaria para hostigar, insultar o matar homosexuales. Por fortuna, la sodomía y el lesbianismo siguen siendo pecados mortales (de lo contrario perderían gran parte de su atractivo), pero el hecho de que un Sumo Pontífice salga en defensa de una preferencia sexual estigmatizada significa que la Iglesia por fin está aceptando ceñirse a las reglas del estado laico. De hecho, Francisco no pretende reformar ningún artículo de fe sino impulsar reformas al derecho civil en los países que aún rechazan las uniones entre personas del mismo sexo.
No es la primera vez que el papa se pronuncia a favor de esas uniones. En 2013 declaró, después de su gira en Brasil: “Si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. Sin embargo, la ultraderecha católica no se dio por aludida y cinco años después, en el mismo país visitado por el Papa, llegó a la presidencia un fascista castrador, Jair Bolsonaro, que tal vez sea, junto con Vladimir Putin, el principal enemigo de la diversidad sexual en el mundo moderno. Si por ellos fuera volveríamos a las quemas de “sométicos” en las plazas públicas. Tampoco en México han calado como deberían los mensajes liberales del papa, pues en fechas recientes, las legislaturas de Zacatecas, Yucatán, Sinaloa y Baja California se negaron a legalizar el matrimonio gay, de modo que, en esta materia, la ultraderecha católica mexicana desconoce la autoridad de su máximo líder.
El revisionismo papal no significa transigir con la inmoralidad, como parecen creer los católicos intolerantes. En el fondo, lo que busca Francisco es restar gravedad a pecados inofensivos para combatir con más energía los que de veras ofenden a Dios: la falta de caridad, el egoísmo, la soberbia, la misoginia, la homofobia, el ecocidio, los odios raciales o ideológicos. Su postura contraviene una larga tradición de condena a las flaquezas carnales que se remonta a las epístolas de San Pablo, cuando los cristianos primitivos luchaban con ahínco por diferenciarse de los romanos, a quienes percibían como un pueblo degenerado. Pero desde hace muchos siglos, la lujuria ya no es el principal enemigo a vencer para los cristianos de buena fe. Francisco se da cuenta de que la obsesiva exigencia de pureza carnal preconizada por San Agustín y otros partidarios de la tajante división entre cuerpo y alma sólo ha engendrado hipocresías detestables, incluso en el seno de la propia Iglesia. Los múltiples casos de pederastia clerical ampliamente denunciados en todo el mundo influyeron, sin duda, en el ánimo de Francisco para tender la mano a los homosexuales. Tolerar una trasgresión no significa aprobarla, pero allana el camino para su aceptación social, aunque se trate, muchas veces, de una aceptación a regañadientes.
Me temo, sin embargo, que tener un hijo o hermano gay sigue siendo una tragedia para innumerables familias de México, porque la sobrestimación de la normalidad es un hábito mental muy arraigado, incluso entre los ateos. El miedo a la homosexualidad de la grey católica, su rechazo visceral a incluirla entre las opciones a las que se puede inclinar la libido adolescente, debería incitar a Francisco a mayores audacias. La Iglesia es una estructura piramidal con un orden jerárquico muy estricto, y me temo que el poder de Francisco se debilita cuando emite opiniones a título personal. Si los católicos no le hacen caso a su pastor, ¿entonces quién los gobierna?
El papa se ha colocado a la vanguardia de los líderes religiosos del mundo, pues ahora el catolicismo, comparado con las iglesias protestantes, el judaísmo y el islamismo, tiene mejores argumentos para predicar el amor al prójimo en una época de escaladas fascistas y fanatismo beligerante. Confieso que hace diez o quince años yo todavía me burlaba de la lucha por legalizar el matrimonio homosexual, pues me parecía un tanto contradictoria con el estilo de vida gay, donde sólo una minoría de parejas adopta niños, pero ahora celebro la confluencia que se ha dado entre ese movimiento pro familia y el ala progresista de la iglesia católica. Si Francisco se atreve a promover una reforma de mayor calado ante la Congregación para la Doctrina de la Fe, lograría la más profunda modernización de la Iglesia desde los tiempos de Paulo VI, el enterrador de la misa en latín.