Hay aderezos tan dominantes que uno no termina por saber bien a bien qué es lo que está comiendo. El populismo es un aderezo hiper condimentado, a diferencia de la insípida comida rápida que ofrecen las democracias liberales.
Si se tiene una izquierda o una derecha populista todo terminará sabiendo al final a populismo antes que al alimento publicitado. Muchos analistas han notado no pocos paralelismos entre López Obrador y Trump: su placer por insultar y ánimo polarizador del que ciertamente disfrutan; su desprecio hacia las élites del conocimiento; sus datos alternativos que nunca muestran; su desprecio por las energías limpias; su histrionismo monologante narcisista-victimista; su improductividad diaria y la concomitante exasperación de sus colaboradores por fijar su atención; su nulo sentido de la responsabilidad y un largo etc. Con todo, más inquietante son las similitudes con Jair Bolsonaro en Brasil. Las dos más grandes naciones latinoamericanas han tenido un lamentable desempeño tanto en su gestión sanitaria como económica del Covid-19 y, sin embargo, ello apenas ha hecho mella en la popularidad de ambos la cual, dado el contexto, sigue siendo envidiable para cualquier otro mandatario en tiempos normales. Aquí es donde los dos populistas latinoamericanos de signo encontrados se apartan de lo que, hoy por hoy, está experimentando Trump.
Explicar esto no deja de ser un reto. En la comentocracia mexicana hay críticos del presidente de la República que afirman que, por lamentable y sembrador de caos que sea su desempeño, el tío es una especie de “genio de la comunicación”. Y es que el señor, con todo y sus pausas idiosincráticas, será todo menos aburrido: siempre se las arregla para cambiar el curso de la conversación nacional sin dejar de ocupar su centro. Desde luego que en tal afán termina siendo víctima de su propio éxito, pero éxito al fin es su omnipresencia que para muchos se torna en espejismo de familiaridad.
Yo veo más bien el fenómeno del lado de la sociedad mexicana, pero antes de abundar en ello debo subrayar un error muy extendido entre quienes, teniendo acceso a la educación universitaria –e incluso posgrados– siguen defendiendo la presidencia de López a capa y espada.
Me parece que su postura se explica porque para ellos la polaridad izquierda-derecha lo es todo. No logran descifrar el enigma populista del mismo modo que la izquierda marxista en los años veinte y treinta del siglo pasado fracasó espectacularmente en comprender qué era y de dónde provenía el fascismo (en aquel entonces lo mismo Stalin que Trotsky competían por presentar el análisis más desatinado posible al respecto). No quiero decir con esto que fascismo y populismo sean lo mismo, pero sí son primos hermanos. No son lo mismo porque el ideal fascista ambiciona moldear a la sociedad civil a imagen y semejanza de un campamento militar. Por más que López Obrador esté entregando tramos enormes de la administración civil a militares ello no quiere decir que vea en la milicia un modelo social a seguir para México. Mucho más cercano a ese aspecto del ideal fascista es la Cuba de los hermanos Castro, lo que de paso ilustra la miopía crónica de la izquierda cuando se alinea incondicionalmente a ese extraño experimento caribeño.
El error conceptual de quienes se van con la finta izquierda-derecha cuando de populismos se trata es, en primer lugar, el dogma de que el único conflicto que cuenta en la sociedad –o frente al cual todo lo demás resulta secundario– es la lucha de clases. En otras palabras, sólo ven la dimensionalidad vertical del conflicto. Por ello no detectan que si bien fascismo y populismo tienen un inocultable estilo plebeyo (no sólo los comunistas resistieron a Hitler, también la aristocracia alemana conspiró contra él) ambos plantean en primer término el reto de ser fenómenos pluriclasistas: son un corte transversal a lo largo de las capas del espectro social. La otra consecuencia del enfoque de clase es que da por sentado que las élites son un blanco fijo y se definen ante todo como élites económicas. Para el fascismo las élites son, en principio, un blanco móvil: un día son las económicas, otro lo son étnicas, raciales o religiosas, otro más las culturales: intelectuales, científicos y/o burocracias profesionalizadas. Muchos integrantes de estas élites no económicas votaron por López Obrador en el 2018 para comprobar, dos años más tarde, cuán elástico es su concepto de élite por más que quieran racionalizar –en el sentido psicoanalítico– el predicamento por el que están atravesando. La tragedia de los judíos europeos es que podían representar varias de estas élites al mismo tiempo, lo que les tronó en blanco predilecto. No quiere decir con esto que el populismo lopezobradorista tenga una vocación genocida, aunque podría tomar ese giro en caso de que su profeta invoque, busque y consiga la inmolación, que siempre es una forma de salida frente al fracaso. Lo que sí ilustra bastante bien, son las distintas formas de organizar y focalizar el rencor de las mayorías.
Exaltar y resignificar el plebeyismo es la clave de estos fenómenos sociopolíticos. Alexis de Tocqueville y Stuart Mill en el siglo XIX así como Ortega y Gasset en el siglo XX, justo por no estar bajo el influjo marxista, intuían el advenimiento de dichos fenómenos (los dos primeros autores) o podían leerlos con tino desde su contemporaneidad (Ortega). Entendían que las sociedades masificadas iban a ejercer formas de presión social que podrían arrollar los principios sobre los que se fundamentan las democracias liberales. El fenómeno de las democracias despóticas o iliberales como se les llama ahora de algún modo ya estaba en su mente. Las masas no iban a tolerar fácilmente aquello que no se les asemejara: el sentido de la libertad personal y de la autonomía individual podía quedar amenazado. Se esbozaban formas de opresión horizontal de los muchos sobre los menos, hostigando la pluralidad y negando la complejidad que toda sociedad tiene en su historia y en su presente. La sociedad de masas es el toro al que la democracia liberal abre de par en par las puertas del ruedo y que no tarda en volverse contra ella, demasiado entorpecida por procedimientos, formalidades y protocolos como para esquivar la embestida a tiempo.
Se ha hablado mucho que la gran contradicción de las democracias liberales (o que aspiran a serlo) es que la igualdad ante la ley termina siendo una exigencia que se desborda a todos los ámbitos de la existencia social, volviéndose un proyecto inacabado y una promesa imposible de cumplir, añadiendo una capa de conflictividad desconocida en las viejas sociedades jerárquicas. Una insatisfacción social que torna a las sociedades modernas altamente flamables, particularmente aquellas cuyas instituciones no han madurado lo suficiente. Pero hay otra contradicción de la que se habla menos. Se supone que los pueblos son soberanos y que las leyes emanan de esa soberanía al tiempo que las instituciones materializan un tramado jurídico legal a su servicio. De ahí se brinca al malentendido que leyes e instituciones han de mimetizarse con la idea misma del pueblo o demos.
Lo anterior es claramente un error de vastas consecuencias políticas. Leyes e instituciones funcionales civilizan a la sociedad de la que supuestamente emanan. Su misión civilizatoria ya marca una diferencia, una distancia inevitable. Los agentes de esas leyes y esas instituciones no pueden proceder a imagen y semejanza del demos: deben adoptar protocolos, seguir procedimientos y procurar ser más transparentes que las sociedades a las que sirven. El pueblo puede linchar sin más a quien acusa. Las instituciones de una democracia liberal en cambio están obligadas a acotar la acción violenta, dar razones y rendir cuentas. Su forma de actuar no se parece en nada a las formas populares de acción colectiva directa.
Leyes e instituciones ejercen una forma de magisterio, del mismo modo que la maestra y el director de una escuela están para dar un servicio y garantizar un derecho sin estar sometidos a la voluntad, humores y pareceres de sus alumnos. En el momento en que se conduzcan como ellos dejan de cumplir su misión y razón de ser. De ahí provienen las formas de autoridad que inevitablemente portan personas de carne y hueso. Tarde o temprano su distancia, su diferencia, se volverá una brecha que será profundamente rechazada y denunciada y que ciertamente puede ser capitalizada en beneficio propio de los agentes institucionales. Lo que los economistas llaman principal-agent model, o proceso mediante el cual el funcionariado adquiere más autonomía de lo socialmente deseable por asimetrías de información con respecto a los ciudadanos de a pie. Ni la democracia liberal más madura y acabada puede quedar a salvo de los sentimientos a que dan lugar estas distancias percibidas, en principio funcionales y necesarias.
Así pues, un problema no menor de las democracias liberales y de los regímenes políticos que tratan de imitarlas es dar lugar a un funcionariado y una clase política en quienes se reconocen cada vez menos sus sociedades. Por su parte, el problema del populismo es que sus liderazgos encarnan demasiado bien a sus sociedades en todo lo que son sus pulsiones hostiles, algunas hasta ahora poco visibles o soterradas en el inconsciente colectivo, como diría Carl Gustav Jung. Quienes creen que todo se reduce al conflicto izquierda-derecha son incapaces de comprender al populismo del siglo XXI. La izquierda y la derecha populista son fenómenos íntimamente unidos. Viajan en el mismo paquete. Cada una propicia a la otra, porque compiten en invocar los peores prejuicios recónditos y abrasivos de sus sociedades.
Como diría el clásico, en política la forma es el fondo: creer que debajo de la densa mostaza populista hay un contenido izquierda-derecha que resulta más relevante es no entender lo que se está consumiendo. Lo que importa aquí es el ardor en las entrañas.