En esta entrega quiero compartir con ustedes, en este mes de la patria, un pasaje del libro Se llevaron el cañón para Bachimba, escrito por Rafael F. Muñoz, en el que narra las vivencias del joven Álvaro, quien se ve involuntariamente obligado, por las circunstancias, a entregar su casa y su vida de manera inocente al general revolucionario Marcos Ruiz, pues se enrola en su brigada y acompaña a esta y a aquél en sus batallas contra el ejército maderista (los pelones) en un duro intento por acabar con el cacicazgo hacendario que era auspiciado por el gobierno dictatorial, despótico y opresivo de Porfirio Díaz. Muchos son los nombres de hombres a los que puede hacerse alusión en las gestas bélicas de la independencia y la revolución, pero pocas veces encontramos la descripción y el reconocimiento a héroes que no sean hombres. En el pasaje “Divagaciones”, Rafael F. Muñoz hace una estupenda descripción de unos héroes naturales, silenciosos y majestuosos, testigos en el andar de las caravanas revolucionarias en sus largos trayectos; aliados de estas, sin importar el bando, sirviendo de escudo frente a las balas o de sombra ante el extenuante sol. A continuación, transcribo el pasaje al que he hecho referencia, esperando los cautive como lo hizo conmigo y aprendamos a reconocer, cuidar, proteger, defender y conservar a un árbol ¡muy mexicano! el mezquite.
Divagaciones
En una hora de la tarde atravesamos nuevamente el mezquital, ahora perforado por la negra barrena resoplante de la locomotora. Era el mismo mezquital, compacto, invasor, que llegaba hasta los bordes inclinados del terraplén para tocar con sus ramas los discos rodantes y las tablas de los carros. Y al pasar a la carrera ante nuestra puerta, el mezquite me fascinó, me atrajo hacia él, me hizo completamente suyo.
Lo había creído agresivo y es humilde. Es un arbusto del campo; nadie lo planta, nadie lo cuida; lo mismo asoma en el arenal que en las arrugas del basalto, donde los vientos han dejado una costra de tierra. Parece no tener sed ni hambre, pues crece donde nunca llueve y donde el suelo es estéril; vive de la luz, vive del viento, corre por el llano, sube por los flancos de los cerros, asoma curioso en la corona de los cantiles y se vuelca locamente por los precipicios. A veces es un solo tronco, grueso como un muslo; en otras son cien ramas que salen en todas direcciones de un mismo hoyo en la tierra, sin cuidarse de ser rectos, despreocupados, versátiles. Los troncos y las ramas son siempre chuecos porque un día quieren crecer para un lado y otro día para otro. No les interesa elevarse; en ocasiones, troncos gruesos como una pierna de hombre se arrastran por el suelo y abanicos de ramas trazan un arco verde como un pompón. Tiene una hoja pequeñita como el blanco de la uña, y cien de ellas salen de una varita alargada como una aguja. Tiene también espinas, pero nada más para proteger unas vainas rojas que se hinchan con la semilla, que caen, que se dejan arrastrar por la fuerza del viento y que van a convertirse en más mezquites, miles de mezquites, millones de mezquites, que no piden agua ni tienen hambre nunca.
En algunos lugares llegan a ser más altos que un hombre a caballo; y careciendo de todo, siendo misérrimos, faltos de don alguno, regalan un bien supremo: la sombra. Los becerros cansados, y las vacas sedientas, van a tumbarse bajo su ramaje a rumiar el pasto escaso; y los burros raquíticos, a calmar la sed con las vainas llenas de jugo. Los pastores y caminantes disfrutan también, dormitando tendidos en el suelo, mientras el sol declina. En otras regiones, el mezquite apenas puede llegar a la altura de la rodilla del hombre, porque sus raíces por más profundamente que se extiendan, palpan tan sólo arena seca y movediza; impotente para dar sombra, se con forma entonces con aplacar la reverberación del Sol sobre el Arenal.
Envejece cada año y el invierno lo vuelve gris. Después, sus ramas se van quedando calvas, ennegrecidas como por un incendio; se tornan quebradizas, caen en pedazos, se dispersan. Pero del palo duro que quedó enterrado, salen en primavera unos gusanos verdes; ¡el mezquite ha resucitado!
No desaparecerá nunca asesinado, como otros árboles, por el hacha, por qué sirve para muy poca cosa. Es eterno, como las rocas; es variable, como las ondas que el viento hace en las dunas. Vive sin necesidades, sin preocupaciones, sin cuidados. Se expande, se eleva, se arrastra. Llega confiadamente hasta la puerta misma de la casa del campesino; asoma, tímido, en las primeras calles de las poblaciones. Cuando lo quitan porque estorba, resurge más allá. Servicial, ofrece sus ramas para formar cercados espinosos que protegen a las gallinas contra el Coyote voraz. Y cuando nadie lo utilizan ni para vallado, ni para leña ni para sombra, como es libre, como es alegre, como nada le preocupa ni le detiene, como no posee nada ni quiere nada, allá se va el mezquitero correteando por el llano, como un muchacho travieso que persigue la puesta del Sol (FIN).
Sin duda alguna el nopal, los cactus y las tunas forman parte de nuestros símbolos nacionales, pero podemos incluir también al mezquite y el huizache, ya que son también elementos propios del paisaje natural mexicano; por lo mismo, solicitar a nuestras autoridades en el rubro ambiental que los conserve en los camellones y en los jardines, que no los corten con sus máquinas desmalezadoras (moscos); además que se elijan estos árboles en las plantaciones que se hacen, ya que estos, a diferencia de los árboles exóticos que se opta por poner, ofrecen una gran cantidad de servicios ecosistémicos. En el pasaje presentado se hace referencia a su capacidad de soportar los embates naturales, la pregunta es ¿pueden resistir el daño provocado por nuestra especie que poco los valora bajo el argumento de que son malos porque tienen espinas?