La teoría tradicional de qué es el Estado como institución política, lo define como un conjunto de personas, en un territorio y bajo un gobierno, es, parafraseando a Churchill, la peor forma en que organizamos el poder de la sociedad, excepto por todas las anteriores. Y es que la organización social preliminar a la consolidación del estado nación, estaba marcada por la corrupción de las tradicionales formas de gobierno, o sea (como dice Platón) dictadura, demagogia, oligarquía etcétera. No quiere decir que hoy no existan estos perjuicios, sólo que, al menos con el estado moderno, se limitan pues existen varios candados que disminuyen la posibilidad de las mismas.
En la medida de que, en el siglo XX, los estudiosos de esta forma de organización se adentraron en el objeto de conocimiento, ampliaron los elementos del estado para perfeccionar los tres anteriores, así añadieron la idea del bien común y del orden jurídico. En el primer caso, se trata de la finalidad del estado, es decir, si hemos creado esta institución su única teleología tiene que ser en beneficio de sus habitantes, a esto volveremos párrafos adelante. En el segundo caso, el orden jurídico da sentido al poder (a quien lo ejerce, el gobierno) y protección a quien lo recibe, los gobernados.
Hoy, adjetivamos al estado con otras características: división de poderes, democracia, estado de derecho, derechos humanos en sus dos vertientes clásicas: políticos y civiles de un lado y económicos sociales y culturales del otro. Cara autor lo enfoca desde su perspectiva, pero siempre, al menos en el pensamiento occidental, para dirigirlo en beneficio del ciudadano. El estado constitucional de derecho; el estado democrático de derecho; el estado ético y así un largo etcétera de apellidos que focalizan la acción en esta idea de que la organización política actual, nuestra polis o res pública, se dirige a mejorar la calidad de vida de sus habitantes.
El concepto de “bien común” deriva de las ideas socialistas que ven a la masa como un todo, en aras de la colectividad, se pueden y deben hacer diferentes acciones. Los peligros son que, bajo este maniqueísmo y totalitarismo, el individuo puede verse perjudicado, en tanto que, sus prerrogativas pueden ser hechas a un lado, o peor aún, violadas, siempre en beneficio de ese concepto “el bien común” tan ligado a ese otro y perverso “el pueblo”.
Desde la reforma constitucional de 2011, siempre tan cacaraqueada, nuestro artículo primero constitucional enfocó todos los esfuerzos del estado hacia los derechos humanos, mismos que deberán de ser interpretados siempre, al menos en teoría, conforme a los principios de indivisibilidad, interdependencia, universalidad y progresividad. En teoría al menos, porque las leyes que atentan contra todos estos principios están a la orden del día y aparecen en todos los congresos ya locales, o en el federal. El pin parental en Aguascalientes y la ley de extinción de dominio en el ámbito federal son solo dos ejemplos de ello.
El concepto de bien común debe ser dejado atrás, no podemos aspirar a que, por lograr una generalidad, se pisoteen los derechos, el más mínimo de una persona. Nuestro estado mexicano, se debate en estos dos polos, el ejemplo más palpable es el combate al Covid-19, por un lado, posiciones fascistas de tipo: cerrar todo, castigar, punir a quien ande en la calle o no use cubrebocas. Del otro lado, el exhorto: quédate en casa, pero sin una sanción, solo la recomendación.
Nos debe preocupar las ideas del Ejecutivo federal actual, cuyos antecedentes del siglo pasado, retoman una y otra vez estos conceptos que, por genéricos, son totalizantes: “pueblo”; “bien común”; “conservadores”. El enfoque de los derechos humanos, los de cada uno de los mexicanos, no de los pobres, no de los conservadores, no de los liberales, sino de cada persona, tienen que ser el leitmotiv de todas las autoridades del Estado mexicano.