¿Qué es un “buen gobierno”? ¿Cómo cambiamos al sistema? Son las dos preguntas que me hago diariamente. No tengo respuestas absolutas a ellas. Seguramente miles de jóvenes mexicanos también tienen las mismas preguntas y las mismas dudas que yo.
Al consultar los libros de historia de nuestro país, no puedo identificar una sola época de buena gobernanza. Esperar cambiar el sistema para vivir en una era idéntica al pasado es un sacrilegio: en los últimos cuarenta años hemos logrado pequeños avances en pro de la democracia, de los derechos humanos y de las libertades civiles. El deber colectivo tendría que ser la lucha por la consolidación de estos logros a la par que construimos de forma intersectorial soluciones para la corrupción, la inseguridad y la pobreza.
Estamos en un momento crucial en la historia de nuestro país y ni aun así la voluntad política es suficiente para transformar el sistema político, económico y social del país en favor de un sistema que garantice la prosperidad de sus habitantes. Extraño es que, quienes hoy ostentan el poder, promuevan políticas, formas y tradiciones del pasado. Contrarían la evolución sociopolítica de las comunidades y favorecen doctrinas e ideologías obsoletas. Su afán por intervenir sin escuchar o dialogar nos perjudicará a largo plazo, y aún es incierto saber cuál será el impacto.
¿Qué pretende el presidente al minimizar los problemas públicos del país? ¿Por qué está tan obstinado en atacar a los periodistas, académicos y activistas? ¿No se da cuenta que perderá la opinión pública en los libros de historia? No niego que su partido podría alargar su estadía seis años más o que tiene altas probabilidades de renovar la mayoría en la Cámara de Diputados en 2021. Su popularidad es legítima, pero no perpetua.
Ciertamente parece que el presidente favorece el retroceso, que no le importa consolidar esos pequeños avances democráticos. Se dice diferente y contrario a los principios del régimen “neoliberal”, pero implementa políticas y reformas equiparables al neoliberalismo y a las peores prácticas de sus antecesores. Es un testarudo. La mayoría de los mexicanos concuerda con su diagnóstico: es necesario un cambio, es necesario erradicar la corrupción y reducir la inseguridad. Sin embargo, prefiere omitir las recomendaciones de la academia y la sociedad civil. Piensa que él es el remedio para la gripe, las demás medicinas son prototipos que perjudican su visión del México que él quiere.
¿De qué se ríe el presidente? Su sexenio no ha sido mejor que los demás en materia de seguridad. 45 masacres en menos de un año demuestran la incompetencia del Gobierno Federal y de paso confirman la estafa a millones de votantes que confiaron en que él acabaría con la desastroza guerra calderonista.
¿Qué celebra el presidente? Por un lado, el estado laico está en peligro al haberse dado el registro nuevamente al PES, un partido claramente confesional. Por otro lado, celebra el no registro de México Libre al mismo tiempo que prolonga la militarización y la violencia sistémica. Por supuesto que el presidente está contento, su coalición electoral está completa: puede conseguir o recuperar a votantes conservadores cristianos y militaristas, al fin y al cabo él y los conservadores están en la misma sintonía.
¿Qué festejó el presidente en la noche del 15 de septiembre? 73,258 mexicanas y mexicanos han perdido la vida por la Covid-19. El escenario “catastrófico” ya ha sido rebasado. El estilo del presidente se populariza dentro de su administración. En seis meses hemos visto cómo López-Gatell dejó de ser el técnico para convertirse en un auténtico obradorista, quizás se esté preparando para el 2024. Además, no vemos aún alguna propuesta decente para mitigar los problemas económicos generados por la pandemia. 2021 no será mejor, y todos los objetivos de la Agenda 2030 en México estarán en riesgo de no cumplirse. La educación, la ciencia y la tecnología que son los motores principales del desarrollo hoy están sumamente afectados por las acciones del presidente. Ahora sabemos que al presidente, a su administración y sobretodo a su partido no le importa recortar programas educativos y sociales que hayan mostrado resultados positivos. Están totalmente desconectados de la realidad, adentrados únicamente en sus objetivos. No gobierna para México, gobierna para él y su grupo.
¿Qué esperanza da el presidente? Todos los días utiliza la mañanera como propaganda contra sus críticos, contra ciudadanos que anteriormente eran sus aliados. Cínico y desleal, nacido y crecido dentro del sistema con el único propósito de ayudar al sistema. El presidente sabe que está mintiendo cuando afirma que sus proyectos de infraestructura y programas sociales ayudarán al desarrollo del país. Obviamente no le importa eso, le interesa obtener el voto de aquellos que con él se sientan escuchados, que puedan sentir alivio en el corto plazo.
Para el resto, esa manera de conducirse nos quita la esperanza de que algún día nuestro país pueda cambiar, de que podamos cambiar nuestras vidas. Mientras se cocina el sexenio surgen movimientos de oposición que tampoco representan a la sociedad. De recuperar el poder, pretenden gobernar de la misma manera: desconectados del ciudadano.
Estamos en una encrucijada, ¿deberemos optar por votar a la mejor de las peores opciones, tal y como siempre lo hemos hecho? Todas esas opciones siempre son partidos o personas que son el partido. No hemos sido capaces de generar ni un solo movimiento con la habilidad política para introducir los cambios necesarios en nuestro país. Seguimos dependiendo de anacronismos para gobernarnos, no tenemos hoy alternativas viables para enfrentar al presidente y a cualquier otra organización nociva para la sociedad. No tenemos antecedentes de buenas épocas, de auténtica democracia y libertad. Nuestra historia ha sido la misma durante 210 años: nos gobiernan las élites comunes que están desconectadas de los ciudadanos, de la realidad. A los ciudadanos no nos toca esperar más, sino actuar. Ya es tiempo de poner fin a esta trampa circular de la esperanza impuesta por nuestros gobernantes.