- Ellos son la banda sonora de la pandemia en México: cientos de músicos callejeros que tocan desesperadamente en colonias de clase media para sobrevivir a la crisis. ¿Cuánto ganan y cómo viven?
EMEEQUIS/Oscar Balderas
Un organillero es un artista, dice José Eduardo Martínez, mientras hace sonar su instrumento. Se necesita una sensibilidad especial: hay que ver la calle donde se va a tocar, sus casas y sus árboles, e identificar cuál es la canción que va mejor con el paisaje. De entre decenas de posibilidades, un buen organillero debe elegir la melodía correcta que haga a la gente abrir sus puertas o balcones y dar una moneda o, mejor aún, un billete.
Si no se atina a elegir la cadencia correcta, entonces pasan cosas tristes, ahora más en la pandemia, cuando la gente tiene los nervios irritados. La gente cierra sus ventanas, grita que está harta de escuchar a músicos callejeros en su calle o amenaza con llamar a la policía para que le decomise su instrumento.
“A mí, en Polanco, me aventaron una cubeta de agua fría para que dejara de tocar”, cuenta José Eduardo con la mirada puesta en sus zapatos. “Yo por eso ya no regreso allá, prefiero tocar acá, en la Narvarte, donde no hay tanto dinero, pero no me van a echar a perder mi instrumento”.
José Eduardo tiene 30 años y es parte de la banda sonora de la pandemia: si usted escucha en su colonia que cada vez hay más músicos callejeros tocando y pidiendo una moneda de puerta en puerta es porque los artistas como él se han metido hasta las calles a las que no solían llegar para sobrevivir a la crisis.
Antes de la pandemia, José Eduardo tocaba en un lugar privilegiado en la ciudad, gracias a los contactos de su abuelo, don Fernando, el primer organillero de la familia: su “sala de conciertos” era el corredor peatonal Francisco I. Madero, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, donde todos los días caminan hasta medio millón de personas. No hay lugar más codiciado que ese, donde se obtienen unos mil pesos al día, si con suerte alguien regala dólares.
Pero desde que el Centro Histórico cerró, trabaja el triple y con menos ganancias: ahora camina unos 50 kilómetros de lunes a lunes, sin descansos, hasta 8 horas al día, sin baño, y lo hace a solas para únicamente dividir las ganancias con su esposa y sus dos hijas de 6 y 9 años.
“Casi nadie me invita a pasar a su casa para ocupar el baño, así que tomo poquita agua. Siempre ando con sed, pero es mejor así, porque luego tengo que andar buscando mercados o gasolinerías para ir al baño y tengo que dejar el organillo solo. Si me lo roban, ni vendiendo mi casa me alcanza para pagar”.
La familia que le renta el organillo, a quienes José Eduardo conoce como “Los Güeros”, le cobran 180 pesos cada día. Además, hay que restarle los taxis que toma desde su casa en la frontera entre Iztapalapa y Estado de México hasta donde vaya a tocar. La ida y la vuelta cuestan, en total, unos 300 pesos. Y a los gastos hay que añadir la comida y 20 pesos para los baños. José Eduardo arranca todos los días su jornada laboral con una deuda de 540 pesos.
“Sí es pesado, pero ¿te digo qué es lo más bonito?… ay, espérame…”, dice el organillero y por primera vez desde que hablamos eleva la mirada para mirar a una señora que se asoma por el balcón. Él se acerca y desde un tercer piso cae perezosamente un billete de 20 pesos que intenta atrapar con su cachucha beige que emula los uniformes de los seguidores de Francisco Villa.
No lo atrapa. Lo recoge del suelo. Y su sonrisa se ha hecho más grande.
“Me duele que sean groseros con mis hijas”
Cada crisis se expresa diferente en cada país. En Argentina, por ejemplo, cuando la crisis del 2001-2002 hundió a la moneda, los desempleados ocuparon las avenidas con puestos de comida callejera y era común que los que antes eran profesionistas se convirtieran en chefs de choripan.
En España, en 2008, cuando reventó la burbuja inmobiliaria y arreciaron los desalojos, la clase media se refugió en sus autos y comenzó a ofrecer servicios como choferes privados, aprovechando que un vehículo era de lo poco que tenían seguro.
En México, la crisis no sabe ni se mueve. Suena. Tiene su propio soundtrack. Desde que la recesión económica se profundizó por la Covid-19, cientos de músicos se han convertido en la manifestación palpable de la crisis: organilleros, marimberos, violinistas, bandas sinaloenses y hasta cantantes con un micrófono y su karaoke portátil tocan con una intensidad desesperada tratando de vivir al día con las monedas que les lanzan, alegrando el confinamiento de unos y enojando a otros con su música bajo la ventana.
Adán Morales, su cuñado Emmanuel Ávalos y sus hijas Luisa, de 16 años, y Citlali, de 14, son un ejemplo de eso: su pequeña marimba les daba todo el sustento que necesitaban trabajando en salones de fiestas, restaurantes, celebraciones privadas y hasta en graduaciones escolares.
Pero el cierre de los establecimientos mercantiles apagó su música y, con ello, la vida como la conocían. Se acabó la ropa nueva, las recargas de 100 pesos cada semana a los celulares, comprar una película para ver los domingos en la noche y la televisión por cable en su vecindad en Ciudad Lago, Ciudad Nezahualcóyotl.
“Yo rento, ahí en su casa, un cuartito en 2 mil 500 pesos para mi esposa, mis hijas y yo… y ya llevo dos meses atrasado. Mi cuñado paga 3 mil 500 y también va tarde”, dice Adán frente a sus dos hijas, con una mezcla de vergüenza y tristeza. “Si en un mes más seguimos atrasados, nos van a sacar ¿y a dónde nos vamos?”.
Por fortuna, dice, la marimba es familiar, así que no paga por la renta diaria del instrumento. Pero al igual que el organillero José Eduardo debe pagar 300 pesos diarios de taxi y las comidas. Para maximizar las ganancias, Luisa y Citlali trabajan como recolectoras de monedas al grito incesante de “¡Con lo que guste cooperar para la marimba!”.
“Yo ya me acostumbré a que hagan caras, que me vean menos, pero mis hijas… las tuve que poner a trabajar para sacar más dinero y sí me duele que sean groseros con ellas. Uno nomás está intentando poner comida sobre su mesa”, lamenta Adán.
Sus rumbos son “los de los ricos”: la alcaldía Coyoacán, Benito Juárez, algunas zonas de la Cuauhtémoc, como la Roma y la Condesa, y unas pocas de Miguel Hidalgo. En Lomas de Chapultepec, el barrio más rico de la ciudad, ni se paran porque es como tocar en un desierto. Nadie atraviesa los largos jardines de las casonas para darles dinero.
Pero si elige bien las calles, la música y carga por horas la marimba, cada uno de la familia se lleva 200 pesos en un muy buen día.
“¿Y en un mal día? Pues salimos en ceros y tratamos de poner buena cara. Como me dijo una persona: somos personas tristes tocando música alegre”.
Hay más competencia
Para Félix Castillo y su hijo, la crisis económica no es, como dijo el presidente Andrés López Obrador, una “V” con una estrepitosa caída y una milagrosa recuperación tan pronunciada como el descenso de las finanzas públicas.
Para ellos, trompetista y percusionista callejero, la crisis es una línea larga que los atravesó a la baja y que creen que así los acompañará el resto de su vida. Todo lo que conocen es crisis, así que para ellos tocar en la calle es su vieja, actual y nueva normalidad, aunque no por eso sea menos angustiante.
“Para la gente como nosotros, andar en la calle es normal. Nomás que hay más competencia. Tocamos timbres y nos dicen ‘ya le dimos a otros chavos’ y pues ya no ganamos lo que antes”, cuenta Félix, apretando esa trompeta que se encontró en la calle hace cuatro años y que lo convirtió en un músico autodidacta.
Antes ganaban 600 pesos al día, pero con la proliferación de músicos callejeros ganan la mitad. A veces, apenas 100. Solo cuando la jornada es muy buena ocurre que no tienen que dividir una torta en dos y Félix puede pedir la suya sin picante y su hijo, sin mayonesa.
“Está muy difícil todo, pero ¿qué vamos a hacer? Hay que trabajar… y, mire, ¿ya escuchó? Ya hay otro ‘compañero’ tocando por acá, ¿ya terminamos? No me vaya a ganar la calle”.
Padre e hijo se despiden, dan la vuelta y se apresuran a ganarle a otro músico alguna codiciada moneda de 10 pesos.
Que lluevan billetes
“¿En qué me quedé? ¡Ah, sí! En lo bonito que es esto. Porque sí hay cosas bonitas, ¿eh? A mi me da mucho orgullo cuando le alegro el día a la gente. Salgo, veo la calle y digo ‘aquí me va a ir bien con un vals’ y entonces la gente sale y hasta te avientan billetes”, dice José Eduardo.
A veces, tiene suerte y en la calle donde está tocando vive algún cumpleañeros que no puede salir a festejar por la pandemia, así que le piden que su organillo entone unas Mañanitas desde la banqueta. O alguien le pide su canción favorita y él puede usar los cilindros de su instrumento para hacer más liviano el encierro.
“A mí me da pena ser una molestia. Por eso, yo luego hasta regalo las canciones. Les digo ‘no se enojen, no me cierren la ventana en la cara; te doy mi canción a cambio de nada, solo una sonrisa’. Porque una sonrisa me da fuerza para seguir a la siguiente calle”.
José Eduardo poco sabe de la caída de más de 7% del Producto Interno Bruto para este año por la pandemia. O del desplome de la Bolsa Mexicana de Valores y el ascenso del valor del dólar. Tampoco de los números que predicen que la crisis de 2020 será tres veces más profunda que la de 1994.
Pero sabe más que todos en lo que él considera lo más importante: la música. Él sabe vivir de poner la melodía correcta que combine con el clima, de la nota musical precisa para un barrio de casas o de departamentos y del género exacto para hacer que lluevan billetes o regocijar el alma de los confinados en una tarde nublada.
Después de todo, dicen, los organilleros como él son artistas. Y eso no lo cambia ninguna pandemia.
@oscarbalmen