La vida, la vida
la vida ¿Qué es la vida?
En tratar de entenderlo
se nos va la propia vida…
Dormir soñando – El Gran Silencio
A René Omar Torres Mancera, mi hermano, en su cumpleaños y en su vida.
Quizá la cosa más importante que nos está dejando la contingencia sanitaria; y todo lo aparejado a la pandemia global, al cambio climático, a los eventos astronómicos amenazantes, al capitalismo depredador, a la huella humana en el camino de la extinción de la especie; pero, sobre todo, a la frágil condición de la vida, es –justamente- la necesidad de regresar al existencialismo, tanto como corriente de pensamiento, como forma de entender nuestro habitar el mundo.
En esta nueva realidad en la que el mundo se enfrenta, más o menos al mismo tiempo a más o menos las mismas cosas, hay implicaciones importantes: nos descubrimos dependientes de sistemas de salud precarios, que o son altamente costosos para el usuario (lo que los vuelve excluyentes por condición de clase social, y destinados sólo al mismo grupo privilegiado), o son de costo absorbido por el estado, pero deficientes, incompletos, o carentes.
Nos descubrimos también dependientes al modelo económico para subsistir: en la mayor parte del mundo, sólo quienes pueden ejercer la fuerza de trabajo, pueden ejercer la existencia: sobreviven quienes generan salario o utilidad para poder intercambiarlo por los productos de consumo básico; y en una menor proporción, las sociedades que aseguran ingreso mínimo (independiente de su ejercicio de la fuerza de trabajo) padecen la precariedad que producen el mercado global y la desigual distribución de la riqueza.
Esto no es nada halagüeño. Quiere decir que la vida pende de dos hilos: el que asegura que existan servicios médicos al alcance, y que éstos sean de una calidad mínima; y el que asegura que exista intercambio económico que valide nuestra existencia en el mundo. Ambos hilos son tramas de un mismo sistema interdependiente: el de la economía capitalista y de mercado. Sin embargo ¿cómo hemos podido sobrevivir los últimos doscientos años de capitalismo industrial y predador bajo estas condiciones? Ignorando el problema.
En el siglo XIX, con el industrialismo británico, Inglaterra vio colapsado su ecosistema, llegando incluso a oscurecer el cielo y a dejar todavía marcas de hollín en la flora, como producto de las emisiones en las chimeneas de las fábricas, y se dejó pasar; hoy, la huella de carbono y de consumo de combustibles fósiles es una amenaza vital a nuestra especie. En el siglo XX, la influenza de 1918 y la Gran Depresión de 1929 nos dieron la alerta de que estábamos errando el camino en nuestra forma de habitar el mundo, y se dejó pasar; hoy, nos salta a la cara la disyuntiva de aplicar medidas de contención infecciosa para salvar la vida, o de no parar la economía para salvar la vida.
Puestos ahí, conviene preguntar ¿Qué vida es la que queremos salvar? ¿Aquella en la que vivimos para trabajar, para producir, para consumir? ¿Aquella en la que, con tal de estar “vivos”, somos capaces de someternos a la precarización, a la desigualdad, y a toda clase de inequidades e injusticias? ¿De verdad es preferible “vivir” en un sistema que nos devasta a nosotros y a nuestro entorno? ¿Es deseable “vivir” en desigualdad y con el permanente miedo de morir?
El doctor en Ciencias Sociales, Héctor Hernández Bringas, acaba de hacer público el estudio “Mortalidad por Covid-19 en México. Notas preliminares para un perfil sociodemográfico”, desde el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIMM) de la UNAM. Los resultados de este estudio, basados en las estadísticas de la Secretaría de Salud y en los datos de los certificados de defunción expedidos hasta el pasado 27 de mayo, son nuestro retrato de cuerpo entero. El estudio está a consulta en: https://bit.ly/3egZHea.
Así, del estudio se desprende que en México, de las defunciones por Covid-19: el 71 % tenían una escolaridad de primaria o inferior (primaria incompleta, preescolar o sin estudios); el 46% eran jubilados, desempleados o trabajadores informales; más del 50% sucedieron en unidades médicas para población abierta, es decir, que las personas no tenían acceso a la seguridad social; “los mayores porcentajes de muertes se dieron entre choferes, ayudantes, peones y similares, vendedores ambulantes, artesanos, trabajadores de fábrica, reparación y mantenimiento”; y entre el 65 y el 71% estaba entre los 40 y 69 años de edad.
Visto así, la vida ahora es más frágil: a la violencia delincuencial, de género, económica, cultural, de condición etno-racial, o medioambiental, se suma también la violencia del estado que se presenta como la indefensión ante la enfermedad, la precariedad, y la preservación de la salud. Ante este escenario violento, totalmente injusto e inequitativo, vale la pena preguntarnos qué tanto es deseable vivir; en qué condiciones podemos vivir; qué lugar debe ocupar nuestra especie en el hábitat del mundo. Finalmente, debemos cuestionarnos desde la existencia.
@_alan_santacruz
/alan.santacruz.9