Polonia: ¿hacia la consolidación del autoritarismo?/ Extravíos - LJA Aguascalientes
25/04/2025

me gustaría por fin saber

dónde acaba el inducirnos

y comienza el vínculo real

si debido a las experiencias históricas

no nos volvimos psíquicamente deformes

y ante los accidentes reaccionamos ahora con histérica regularidad

si seguimos siendo una tribu bárbara

en medio de lagos artificiales y eléctricas forestas

Zbigniew Herbert, Reflexiones sobre el problema de la nación


 

El pasado domingo 12 se celebró la segunda ronda de las elecciones presidenciales en Polonia. Andrzej Duda, presidente en funciones y candidato del partido Ley y Justicia ganó por un margen de 2% al candidato de Plataforma Cívica y alcalde de Varsovia Rafał Trzaskowski 

La noticia no podría animar mayor interés, sino fuese porque, además de señalar una clara polarización electoral y sugerir una aguda brecha generacional (el voto de los jóvenes fue mayoritariamente en favor de Plataforma Cívica y el de sus padres por Ley y Justicia), podría representar un paso adelante para el afianzamiento del autoritarismo en Polonia o, dicho de otro modo, del declive del liberalismo. 

El gran desafío que representa Andrzej Duda y su partido Ley y Justicia a las instituciones democráticas deriva en mucho de su tozuda xenofobia y confeso antisemitismo (de ganar Trzaskowski, se les advertía a los electores “los judíos se vengarían de los polacos”), su exaltada homofobia (para Duda los homosexuales “no son personas, son una ideología”, en tanto el líder de Ley y Justicia, Jaroslaw Kaczynski, amenazado su quebradizo nacionalismo patriarcal, afirma que el movimiento LGBTI+ “supone una amenaza para la patria polaca” y, en un gesto de infinita caridad, el arzobispo de Cracovia, Jerzy Jedraszewski, aliado de Duda, ha llamado a este movimiento la “peste del arcoíris.”) pero también de su honda y genuina vena autoritaria, su fobia por las instituciones democráticas. 

Basta recordar aquí un par de ejemplos. 

Desde que llegó al poder en 2015, Duda y Ley y Justicia han mantenido una continuo ataque a dos de las instituciones que son indispensables para el buen funcionamiento de una sociedad democrática: el poder judicial y los medios de comunicación.

Ley y Justicia ha fortalecido el Poder del Ejecutivo en contra del Poder Judicial, o de manera más precisa, contra la independencia de los Ministros y Jueces. Lo que han logrado no es menor: se limitaron las actividades del Tribunal Constitucional, se modificó a su favor la composición de la Corte Suprema, se abolió la independencia de los organismos que nomina a jueces de primera instancia, se creó un sistema judicial paralelo para supervisar las elecciones y se aprobó una legislación que disciplina a los jueces que cuestionen las reformas gubernamentales, además de que se les prohibió criticar a los gobernantes. 

No sorprende por ello que en el Índice de Libertad que anualmente prepara Freedom House en su edición de 2020 destaque la mediocre o muy baja puntuación en temas tan sensibles para la vigencia del Estado de Derecho como son la independencia del Poder Judicial (que obtuvo una calificación de 1 sobre 4), la prevalencia del debido proceso en materia civil y penal (3/4) y la igualdad en el trato de la población (3/4).

En cuanto a la independencia de los medios de comunicación el panorama no es tampoco muy alentador. Aquí la arremetida se ha dado en tres frentes. Desde 2015 la televisión pública y todos los medios públicos de comunicación se han vuelto incondicionales al gobierno y se han convertido no sólo en aparatos de propaganda (cancelaron toda voz o presencia crítica), sino también en mecanismos de atosigamiento y difamación a la oposición, los disidentes o los movimientos sociales no conservadores. En cuanto a los medios privados han trasladado los recursos de publicidad hacía aquellos medios que les son favorables y eliminados el acceso a estos recursos a los medios críticos o independientes. Finalmente, para los medios en que hay participación económica extranjera en la propiedad, se ha propuesto una ley de “repolonización”, es decir que aumente la cuota de participación de ciudadanos polacos y que, sobre todo, asegure la defensa de los intereses nacionales, tal como estos son entendidos por el gobierno en turno.

Con este nuevo mandato, Duda y Ley y Justicia tienen un lustro más para seguir impulsando el declive de la democracia polaca y, por extensión, el debilitamiento de la Unión Europea a la que ingresó en mayo de 2014. Cierto es que no poseen un cheque en blanco para hacer lo que quieran y que no gozan del apoyo de la mitad de los ciudadanos polacos.

Con todo, la influencia que ha adquirido en el Poder Judicial, la mayoría Legislativa que ha retenido y el control de los medios de comunicación públicos (los únicos que llegan a varias partes del país), más la tibieza mostrada hasta ahora por la Unión Europea, le dan a Duda un margen de acción que no auguran nada bueno para la democracia. 

Para un observador distante, las grandes interrogantes van desde el ¿cómo ha sido posible que en un país que fue decisivo para el desmoronamiento de los regímenes comunistas en Europa Central y el tránsito hacia un orden liberal y democrático, encabeza ahora, junto con Hungría, una regresión tan contundentemente iliberal y antidemocrática?, hasta el ¿por qué los ciudadanos que lucharon tan reciéntenme por recuperar su libertad y crear instituciones democráticas, apoyan ahora a líderes autócratas?,

Me es imposible ofrecer una respuesta unívoca. Baste anotar aquí, siguiendo a Ivan Krastev y Stephen Holmes (La luz que se apaga, Debate, traducción de Jesús Negro García y Sara Albornoz Domínguez, 2019) que este despertar de las pulsaciones autoritarias guarda una relación muy estrecha con el fracaso de liberalismo para ir más allá de su arrogancia y profundo narcisismo.

Para muchos, nos dicen Krastev y Holmes, la caída del Muro de Berlín no sólo señaló el fin de ese gran experimento social y humano que fue el comunismo a la soviética sino, ante todo, el triunfo de la visión liberal del mundo, aquella donde la democracia y el mercado harían posible el advenimiento del paraíso terrenal. 

Este optimismo estaba, sin embargo, anclado en una narrativa que entendía como dado el curso de la historia. De hecho, como se proclamó desde las alturas hegelianas, la historia parecía llegar a su fin, ya que el único horizonte posible y deseable para el desarrollo y el progreso humano era que proporcionaría el liberalismo, la democracia y el mercado.

Como toda buena ortodoxia, esta visión del mundo pronto fue desmentida por aquello que pretendía negar: el trazo impredecible del curso de la historia, el asalto de lo no previsto. 

Y lo no previsto bajo ese optimismo que tendió una suerte de manto de disonancia cognoscitiva, fue la relevancia que en las sociedades tienen, entre otras cosas, el resentimiento histórico y el nacionalismo beligerante, el llamado de las identidades comunitarias (ficticias o genuinas, añejas o de reciente invención) y el miedo a lo desconocido, la aflicción y las trampas de imitar modelos de sociedad y la angustia ante la ausencia de novedosas alternativas propias.

Al no advertir todo ello, se dejó de lado hechos tan decisivos como, por ejemplo, que la caída del Muro de Berlín no hizo sino abrir un ciclo de levantamientos de murallas de todo tipo: entre 1989 y 2019, casi una tercera parte de los países del globo han levantado muros en sus fronteras, o que el resurgimiento de los nacionalismos no era mera añoranza baladí sino una fuerza activa de cohesión social, o que el reclamo de mayor participación en las decisiones públicas no era un reclamo infundado ante el ascenso de la tecnocracia supranacional o que, finalmente, el escepticismo y resistencia a la globalización económica no era puro provincianismo sino una defensa ante la desigualdad, la precariedad laboral y la erosión generacional de las oportunidades de educación, salud y bienestar.

Al minimizar estos hechos y ante la incertidumbre en cuanto a la capacidad de cumplir sus promesas, el liberalismo, enclaustrado en una seguridad fundamentalista, fue perdiendo su poder de atracción: su proclama superioridad e inevitabilidad ante otras vías de conjuntar el desarrollo económico con estabilidad política y social fue confrontado por la aparición en el horizonte de lo posible, no necesariamente de lo deseable, de otras opciones que podrían, sin complejos o sentimientos de culpa, dar respuesta a las demandas e incertidumbres que apremiaban a las sociedades, respuestas que, al parecer, las instituciones democráticas dilatan o simplemente ignoran.

Si, como afirman Krastev y Holmes, la historia es una incursión en lo desconocido, las recientes elecciones en Polonia y, claro, la posible reelección de Trump a la Casa Blanca y la también eventual permanencia de Putin en el poder hasta 2036, nos confirman que, ante el canto de las sirenas de las ideologías, nos apremian a recordar que las tentaciones autoritarias no desaparecen, solo se repliegan. 

En un artículo reciente Yascha Mounk (“The end of democacy en Poland”, en Persuasion, 13 de julio, 2020) ha recordado la advertencia del politólogo Rutgers R. Daniel Kelemen en el sentido de que los autócratas elegidos tienden a seguir seis pasos: ganar elecciones; capturar a los tribunales y organismos independientes; embestir o tomar control de los medios de comunicación; estigmatizar y socavar a la oposición; cambiar las reglas del juego y, ganar nuevas elecciones que ya no son libres del todo. Esta es la ruta que ha seguido Dada y Ley y Justicia en los últimos cinco años. Cuentan ahora con otro lustro para persistir.

En varias ocasiones se ha dicho que, entre otras cosas, el continuo asedio de potencias extranjeras y el arraigo del catolicismo, Polonia tiene varias semejanzas históricas con México. A parte de la innegable exageración que hay en esta apreciación creo, con todo, que podemos ser indiferentes a las lecciones que, en la defensa de la democracia, podemos tomar de lo que está sucediendo en Polonia.


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