Confieso que hubiera apostado a que Andrés Manuel López Obrador no saldría del país durante su sexenio. Como toda apuesta, hubiese sido riesgosa. No obstante, tenía sentido situar nuestras creencias en ese sentido. El presidente exhibe un rancio nacionalismo y nativismo. Hasta el momento no ha salido del país, desprecia la diplomacia, y cree de manera ferviente que la mejor política exterior es una buena política interior. No obstante, le ha sido importante consolidar el tratado de libre comercio con Canadá y Estados Unidos desde su triunfo electoral, la transición y sus primeros años de gobierno. Es cierto, es proteccionista, pero también es pragmático. Con todo, podemos especular que es difícil dar sentido a que su próximo viaje con nuestro vecino del norte fue una iniciativa propia o salió la idea de su mente.
El viaje es riesgoso, y nada tiene que ver con que la ciudadanía vaya a señalar que es un “vende patrias”, como ha tratado él mismo de distraer la atención desde su espectáculo matutino. Es riesgoso en varios sentidos.
En primer lugar, es su primer viaje fuera del país (y quizá el último, dado su comportamiento anterior). Eso brinda un aura de simbolismo a la decisión, la cual no tendría si el presidente fuese un mandatario normal de nuestra época: cosmopolita y consciente de la inevitable globalización económica. Así, este no es un viaje normal, otro viaje más, sino el primer viaje de un mandatario al que le disgusta salir de casa, sólo recorrer todos sus rincones sin cruzar las fronteras. ¿Por qué ir a Estados Unidos y ahora? Que el primer viaje fuera del país sea con nuestro principal socio comercial no resulta extraño, lo que lo resulta es el momento político que viven nuestros vecinos.
Un segundo riesgo es, justamente, el momento político que vive Estados Unidos. En la recta final hacia una elección presidencial, asistir a celebrar la consolidación de nuestra nueva relación comercial puede (y será) visto como un espaldarazo a uno de los competidores por el puesto de mayor poder del planeta. El riesgo se agudiza dadas dos condiciones adicionales.
La primera tiene que ver con el estado actual de la elección según las encuestas. Joe Biden adelanta a Trump por al menos diez puntos. Dar el espaldarazo a un rival que va muy abajo en este momento puede generar tensiones innecesarias con un próximo presidente demócrata. Si Biden gana la elección tendrá presiones enormes del ala progresista de su partido que no ve con buenos ojos nuestro tratado comercial (de Sanders y Warren, principalmente), y será visto incluso peor, dado que Trump quiere colgarse la medalla de su consecución.
La segunda presenta un dilema, si la añadimos con la anterior. Incluso si Trump gana la elección, nada garantiza (ya deberíamos saberlo) que nuestra relación bilateral mejore. Trump ha usado a México de pretexto para golpear a sus adversarios y buscar la adherencia de su base electoral proteccionista, racista y xenófoba. El riesgo de un desplante a nuestro presidente en su visita es muy alto, y México seguirá siendo un comodín político para Trump si continúa cuatro años más en el cargo.
Dadas estas condiciones y estos riesgos el viaje es a todas luces una mala idea. Si concedemos que no ha sido la idea de López Obrador, resta preguntarnos ¿de quién lo fue? No resultaría extraño que haya sido una petición directa del gobierno de Trump. La pregunta interesante, entonces, es: ¿qué margen de maniobra tenía el presidente para negarse a asistir? Coincido con la mayoría de los analistas que sugieren que el momento era propicio para negarse: la pandemia era el mejor pretexto para posponer el viaje hasta después de la elección. Pero, ¿podía negarse apelando a ese pretexto? Confieso que lo dudo. Mi lectura del viaje no es otra que la exhibición pública de nuestro lugar en la relación bilateral: asimétrico y frágil.